domingo, 12 de diciembre de 2010

Una Cuesta en el camino


PEDRO SIMÓN/El Mundo

La hija era un camino. San Sebastián era una hura. ETA era un incendio. El padre era un bosque.

Zapatero embustero

La historia aquella se podría empezar a contar de varias maneras. Pero para qué, si Cristina nos dibuja dos imágenes que son como un paisaje entero.

Una, de cuando era adolescente y miraba hacia arriba en las fiestas de los pueblos: allí en un local, a modo de guirnaldas, guardias civiles de papel ahorcados.

Otra, de cuando asesinaron al padre y miraba hacia abajo en casa: allí, en la pensión de viudedad de la madre, un papel donde ponía que había muerto de «accidente laboral».

Era 26 de marzo de 1982, la vida era una broma y la muerte iba en serio. Cuando Enrique Cuesta, delegado de Telefónica en Guipúzcoa, terminó su jornada laboral y fue junto a su escolta Antonio Gómez al encuentro de su hija pequeña para darle la propina de todos los días, un miembro de los Comandos Autónomos Anticapitalistas -una escisión ácrata de ETA- les descerrajó varios disparos fatales a quemarropa.

A Enrique lo mataron por una razón de peso: en el nombre de su empresa ponía la palabra España.

«En casa todo cambió antes, cuando, en 1980, secuestraron y asesinaron al compañero de mi padre y número uno de Telefónica, Juan Manuel García Cordero. Por entonces mi padre era el subdelegado de la compañía. Con Juan Manuel muerto, le ofrecieron el relevo. Hubo un debate en casa. Lo hablamos mucho. Yo decía que no, que nos fuéramos de San Sebastián... Él decía que no, y acabó aceptando el cargo».

A Cristina el asesinato le cogió con 20 años y estudiando Periodismo en Lejona (Bilbao). Porque ella sí que huyó. Dice que estaba «profundamente cansada» de morder las capuchas de los bolis, de tanto buzón marcado, de tanto celo y de tener que contar hasta 20 para contestar. El día en que mataron al padre, había vuelto a Donosti porque iba a celebrar su cumpleaños con la familia.

«Llamaron a las tres de la tarde y lo cogí yo. Alguien me dijo: 'Baja deprisa, que a tu padre le ha pasado algo'. Así que allí fui corriendo, no sé ni cómo bajé del noveno, pero lo hice de golpe... El caso es que fui a donde trabajaba mi padre. Mi hermana presenció el crimen, porque siempre salía a su encuentro y recibía unos duretes de propina. Yo iba hacía allí; ella venía... Nos cruzamos las dos y ni nos vimos. Cuando llegué sólo estaban sus restos de sangre. En el hospital no me dejaron entrar a verlo y me puse a chillar. Un camillero sacó a mi padre bajo una sábana blanca, la descubrió... Me acuerdo de su chaqueta de cuadros y de aquel boquete a la altura del corazón... De todo se me ha quedado una imagen: la de la gente en el lugar de los hechos, en la calle, callada, como si fuera de cera».

Lo último que recuerda la hija mayor de aquel día es que se acostó con su hermana -Irene y sus 14 años de celofán-. Y que abrazadas las dos, la mayor le mintió todo lo que pudo a la pequeña: «Tranquila, nadie te va a hacer daño nunca, yo te voy a cuidar, Irene».

El hogar se fundió como el plomo, la madre se fue por una depresión de la que aún regresa, y una estudiante de Periodismo de 20 años se escondió varias horas a llorar y luego se hizo cabeza de familia. Justo un mes después de la muerte de su padre, Cristina Cuesta entraba a trabajar en Telefónica.

«Entré como zombi allí, en el mismo edificio del que mi padre salió para ser asesinado. Se me dijo que la información del comando terrorista que lo mató vino de dentro de la compañía... Con lo que yo veía terroristas por todas partes».

El despertar vino hacia 1986 y se dio de bruces con él en un solitario pasillo de la facultad. Pasó que Cristina reparó en una pintada pequeña en la pared. Alguien había escrito: «Gora ETA». Miró a un lado y a otro y comprobó que no había absolutamente nadie. Así que sacó su bolígrafo y le puso tinta a su rabia: «¿Y si matan a tu padre qué?».

La oración sirvió como desahogo y como señuelo, y ahí quedó. Cuando a los pocos días volvió al pasillo a ver si habían picado peces amigos, observó según se acercaba que en el anzuelo había mordido uno. Fue esperanzada a leer el nuevo grafiti. Quizás por fin más gente se había animado a alzar la voz.

Debajo de «¿Y si matan a tu padre qué?», la respuesta: «Algo habrá hecho».

«Necesitaba decir todo esto públicamente. A mí no me daba la gana decir que mi padre había muerto en accidente de tráfico. Como ciudadana tenía que oír que habían matado a mi padre para ser libre», comenta la actual presidenta de la Fundación Miguel Ángel Blanco. «Era más fuerte la indignación que el miedo. Había llegado el momento de hablar».

Y hablaron. Cuando nacieron no sabían cuánto durarían. Se hicieron llamar Asociación por la Paz. Eran 24 inconscientes.

Mira que ha llovido desde entonces, y mira que sigue saliendo humo por el cráter de este volcán. La nube que trae hoy en la cabeza la tiene en aquel 1986. En un aula magna y en aquel 1986...

Fue el día en que entró en el aula magna de la Facultad de Filosofía de la Universidad de Zorroaga. Había un acto en defensa de un estudiante pro-etarra detenido. Allí lucía aquella pintada mural y descacharrante, qué risa. «La familia Garrido se fue como el humo de las velas», se leía en el pancartón.

La hija de Enrique Cuesta dio un paso atrás.

Era eso. La pintada se refería a una bomba lapa y a un atentado de ETA. Murieron Rafael Garrido, su esposa Daniela y su hijo, Daniel. Como su hermana Irene, aquel crío también tenía 14 años.

La hija de Enrique Cuesta dio un paso al frente.

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