domingo, 24 de abril de 2011

La Legión que vive en mí


Armando Robles
Alerta Digital

En Málaga, lo natural señores. Es Jueves Santo y La Legión recobra el protagonismo de todos los años. Decenas de miles de malagueños se arraciman en el puerto desde primera hora para contemplar el espectacular desembarco de los legionarios procedentes de Melilla. Es Jueves Santo y La Legión es vitoreada durante su tradicional pasacalles a marcha rápida, desde el puerto hasta la Casa Hermandad del Cristo de la Buena Muerte, que ellos procesionan. Verlos redoblar su paso por las nuevas y viejas calles de mi ciudad es posiblemente el espectáculo castrense más vistoso de cuantos puedan existir. Es Jueves Santo en Málaga. Es el día de los legionarios. Es un buen día para abrir cauce al recuerdo.

Al aire fresco y hermoso de Málaga, la llegada de los legionarios vuelve a ser como una reconsagración del viejo espíritu español, fiel hasta el tuétano, antes de que las modas postconciliares lo adulteraran todo. La Legión me transforma. Me impele a ello mi segundo apellido. De ahí que me habrán de perdonar este desahogo partidista.

Pasan los años, se envilece todo, y La Legión nos sigue mudando de barrio durante unas horas. Si quisiéramos aprender de ellos, de los que por ser legionarios de raza no dejarán nunca de ser personas cabales y españoles decentes, su ejemplo serviría para reorientar nuestras pobres vidas, en muchos casos egoístas y vacías, hacia fórmulas morales que pudieran resumirse en el elogio de la lealtad y el compañerismo como linimentos para la musculatura social española. También nos podrían proyectar su luz sobre los adecuados lugares, en ellos comúnes, a los que sería aconsejable enviar a muchos de nuestros jóvenes, o sobre la conveniencia de hacer del compañerismo y la recta disciplina una saludable forma de vida. Todo ello es tanto más de agradecer teniendo en cuenta que la ministra de Defensa es la ilustre dama que ustedes ya conocen.

Tenía veintipocos años cuando el periódico para el que trabajaba en Málaga me envió al frente de su delegación en Melilla. Fue llegar y reencontrarme con la ciudad que volvía a dar luz a mi olvidada infancia. Al poco de estar allí, algunos políticos nacionalistas canarios alentaron una campaña incendiaria contra la presencia legionaria en aquellas islas. Aquellos legionarios no eran cipayos, ni tenían alma de parias en su propia patria. Asi que puse las páginas de aquel influyente periódico a disposición de aquellos soldados que estaban siendo ofendidos e injuriados por un puñado de canallas al amparo de un sistema que deja sin consecuencias los peores actos. Los resultados aún hoy sobrecogen mi ánimo. Cientos de familias melillenses (les aseguro que el dato no es exagerado), ofrecieron sus casas al comandante general, creo que Gautier Larrainzar, para alojar en ellas a los legionarios ‘apestados’ de Canarias. “Aquí sí les queremos”, rezaba el titular a cinco columnas de la portada que daba vida al histórico ofrecimiento. Fue una comunión sincera y conmovedora entre el pueblo y La Legión. El coronel Casaña, jefe del Tercio Gran Capitán, viejo y entrañable amigo de mi familia, se creyó en el deber de hacerme los honores con una placa que conservo como mi pertenencia menos canjeable.

“Usted es peligrosísimo”, me soltó con un tono tierno. “Cree en lo que dice y dice lo que cree”.

-Si usted lo dice, mi coronel.

Ocurre que La Legión es como el amor. Nunca acaba, jamás se destruye, siempre deja rescoldo para encender el viejo fuego, de modo que si sopla el viento se puede producir el gran incendio.

Pero a lo que íbamos. La Legión ha estado en Málaga para trasladar a hombros al Cristo de la Buena Muerte, en una combinación de marcialidad y magia teatral absolutamente incomparable.

Melancólica la cara del Cristo de Mena, verde oliva el traslado, se lo paga el pueblo en lágrimas de chirimiri, tenaces, constantes, profundas. Algunos viejos parecen arrebatarse como si le volviese al cuerpo maltrecho aquella gloriosa juventud legionaria en Sidi Ifni, mientras el tenaz estribillo suena más fuerte que nunca por las calles de Málaga: “La estreché con lazo fuerte y su amor fue mi bandera”. La muerte hay que esperarla así, con esa inmaculada serenidad, con esa especie de acogimiento del rito legionario que aparece en el último párrafo, serenamente escrito, uniendo el cuerpo inerte de Cristo crucificado al protocolo de La Legión que para todo lo tiene, y más para la muerte, su más leal compañera.

Tanto es así que cuando el ex jefe del Estado supo que se moría el general Millán Astray, teniente coronel fundador del Tercio, que a él le eligiera como lugarteniente y jefe de la Primera Bandera, abandonó El Pardo y se fue a la casa de su compañero. Ante la puerta del cuarto de Millán, tomó del brazo al ayundate del corajudo mutilado y le encomendó:

-Entra y dile al teniente coronel que desea verle el comandante de la Primera Bandera.

Esta suprema elegancia ante la muerte es señal de fe, de corazón entero, de hombre cabal. Las calles de Málaga lo perciben. No hay resonancia del pasado en ellas. Sólo emoción de ver acompañado al Cristo de Mena por los novios de la muerte procedentes del cuartel de Cabrerizas, cerca de los bellísimos pinares de Rostrogordo. Verlos balancearse de lado a lado, con cadencia musical, junto a su Cristo, me reconcilia con el presente. Lo siento, pero estas cosas me ponen. Me motiva La Legión, me aburre la mayoría de civíles que conozco. No habría nada más monótono, bostezante y lacerante que el manual de vida de un representante de la sociedad civíl comparado con el ideal de vida de un legionario, depositario de valores y principios que en nuestros randas de la patria serían motivo de alergia. La disciplina legionaria, el vigor de sus tradiciones, estimula la circulación de la sangre, vigoriza el pensamiento y alegra los humores, hasta en plena Pasión de Jesús.

Veo incluso a políticos de la izquierda laica enganchados a esa multitud que, con certero instinto, vitorea a La Legión y prorrumpe en continuados “vivas a España”. Lo que esos políticos hayan perdido de peso con la vida sana, sobria, ascética de estas horas, lo recobrarán seguramente cuando vuelvan el lunes a sus enjuagues maniobreros y a sus corruptelas.

Todo empezó hoy, en la mañana del Jueves Santo, la mañana del desembarco. Mi mente viajó a 1.921, poco después de la aniquilación del ejército español en Annual, perdidas las posiciones que defendían nuestras plazas en África, con el traidor Abdelkrim poniendo cerco a la ciudad de Melilla, rebosante de niños, mujeres, ancianos y heridos de guerra. No había hombres para defenderla. Al fin, en la amanecida del 24 de julio llegan dos banderas legionarias al puerto de Melilla. Millán Astray está al frente. Saluda de este modo al pueblo aterrorizado: “¡Melillenses!: Os saludamos, es La Legión que viene a salvaros, no temáis, nuestras vidas os lo garantizan…”!

Desembarcan los legionarios desfilando con paso alegre, firme y rápido, entonando “La Madelón” y “Los Voluntarios” al son de cornetas y tambores, haciendo demostraciones de armas, arrancando de la población vivas y aplausos. Entre ellos ya despuntaba la figura de un joven comandante de origen ferrolano llamado Francisco Franco. Entre las que vitoreaban a los salvadores legionarios estaba mi abuela Francisca. Acababa de perder a sus dos hermanos en Annual, cuyos restos descansan hoy en el panteón de los héroes del cementerio melillense, el espacio geográfico español con más valientes por metro cuadrado. Aquellos legionarios la salvaron de una muerte segura y sabe Dios de cuántas afrentas más.

En recuerdo de aquella jornada, Melilla dedicó una estatua al comandante Franco, que aún hoy se conserva en la entrada del puerto, junto a las murallas de la imponente Acrópolis. Los consejeros del PSOE y los del partido moruno de Mustafá Abercham, tanto monta, se obstinan en que la estatua desaparezca. Espero que Juan José Imbroda, presidente de la Ciudad Autónoma, conserve la dignidad que el recuerdo de aquellos legionarios merece.

Toda mi vida, por lo tanto, se siente fielmente ligada a los hombres que hoy han tomado las calles de Málaga. Gracias a ellos abracé la fe española al conjuro de la voz de mi madre, a la que permanezco fiel, de que nada había más grande que nacer siendo español. De la niñez endulzada con recuerdos legionarios (los muros del acuartelamiento Valenzuela nos servían de improvisadas porterías) a esta insólita madurez que me ha tocado vivir en la España de Zapatero, donde hay veces que hasta La Legión me parece irreconocible. Por fortuna no el Jueves Santo. Así que me siento ante el ordenador y me pongo a teclear, lejos de los ecos que restallan aún en calle Larios. Y hago lo único que se puede hacer, mostrar nuestro corazón de acero en este trago lejos, tan lejos, del sonido envolvente de mis legionarios.

Siempre nos quedará Málaga para recordarlo.

1 comentario:

  1. Asi es Armando, gracias por este artículo precioso.
    La Legión, también vive en mi.
    ¡Viva España!
    ¿Viva la Legión!

    ResponderEliminar