miércoles, 19 de enero de 2011

La permisividad de la casta con los musulmanes pone a Salt en pie de guerra


Salt

Alerta Digital

Agentes de la policía local identifican a un magrebí en plena noche.

El paisaje nocturno de Salt ha cambiado. Los Mossos d’Esquadra rondan sin descanso y en gran número por sus calles para evitar la violencia callejera que el pasado fin de semana acabó con la quema de coches, motos y contenedores. Esa presencia policial no impide, sin embargo, que en las calles del centro, en cuyos edificios se registra una altísima densidad de población de origen extranjero –magrebí y subsahariano principalmente, aunque también pequeños asentamientos de latinoamericanos–, se vea a vecinos pasar minutos y horas apoyados en los marcos de los portales o llevando a cabo idas y venidas de una lado a otro de calles como, por ejemplo, Francesc Macià.

De su quehacer no puede adivinarse objeto alguno. “Bajamos a la calle porque estamos aburridos y sin trabajo”, dice un joven marroquí de 25 años que lleva tiempo en paro. Hay más centinelas de la noche. Algunos son menores de edad, como el chico que cayó de un quinto piso cuando le perseguía la policía y que ha servido de pretexto para el estallido del brote de violencia callejera.

Tiene 14 años. Es la una de la madrugada y el termómetro marca 6 grados centígrados. La humedad es alta y eso hace que el frío cale más hondo. El chico apenas lleva una sudadera de algodón fino con cuya capucha se cubre la cabeza. Hace sólo unos instantes le ha parado una patrulla de la policía local. Querían saber qué hacía tanto rato apoyado en el quicio de la portería. “Me busco la vida”, contesta cuando los agentes ya han desaparecido de su vista. De sus agresivas palabras se deduce que no se lleva bien con los representantes de la ley. Recurre al insulto reiteradamente mientras atropella el relato recordando al chico que está en el hospital tras caer del quinto piso. Es su amigo. Afirma que es cierto que el herido robó una moto. En ese punto, su discurso se torna más endeble. Quiere convencer a sus interlocutores de que la policía debió haber dejado al ladrón marchar a pesar de haber cometido el citado delito. Este chico marroquí que escruta la noche desde su improvisada atalaya de barriada cree que se podría haber detenido al joven que cayó del quinto piso horas después en el centro de menores en el que le daban acogida. Sin embargo, no explica por qué no se detuvo ni un instante cuando los agentes le gritaron “alto, policía” una y otra vez. El menor afirma que está muy enfadado y harto. Con tono iracundo asegura que la quema de coches y contenedores continuará “hasta 2012 si hace falta”. Aunque para él y otros como él, el hecho de que sea día laborable no parece tener ninguna importancia, se teme que con la llegada del fin de semana, en que la gente está más liberada, vuelvan los disturbios.

Otro vecino que pasa un rato al raso, en mitad de la fría noche, mira de reojo a su compatriota de corta edad y dice en voz queda: “Cuando yo era pequeño, mis padres no me dejaban estar a estas horas en la calle, es sólo un niño”. Pero los padres de ese niño están en Marruecos. Él llegó hace años tras su segunda intentona de entrar en España entre los ejes de un camión que llegó a Algeciras. En Salt tiene un tío, aunque ha dejado de vivir con él.

“Tiene una tienda, pero me hace levantar muy temprano y a mí eso no me gusta. Prefiero estar con mis colegas y por eso me he ido a vivir con ellos a un piso ocupado, aunque, eso sí, suelo ir a comer a casa de mi tío”, explica el menor sin inmutarse.

El chico está en una de las numerosísimas viviendas ocupadas que hay en Salt. Numerosos vecinos, la mayoría autóctonos –muchos venidos de otras zonas del país como Andalucía hace varias décadas–, fueron dejando los pisos del centro conforme se hizo imparable el nuevo aluvión inmigratorio. Los primeros que decidieron marcharse lograron vender sus casas. Con el dinero se fueron a otros lugares. Los créditos eran fáciles entonces, incluso para los más desfavorecidos trabajadores llegados del Magreb o del África negra. Pero la crisis llegó y se lo llevó todo por delante.

Se calcula que en Salt hay unos 800 pisos vacíos por diferentes razones y de ellos unos 150 están actualmente ocupados mediante usurpación, que quiere decir instalarse tras dar una patada en la puerta. “El problema es que la ley no nos permite entrar en esas viviendas sin el permiso, precisamente, de quien cometió el delito de usurpación. El piso se convierte en su domicilio y no hay nada que hacer”, comenta un patrullero de los Mossos d’Esquadra que conoce bien la zona. Se tiene sospechas de que en esos pisos, además de vivir varias personas en ellos sin pagar, se pueden estar cometiendo actividades más graves desde el punto de vista penal que la usurpación misma.

En una de esas viviendas ocupadas vive el menor que deambula por Salt en mitad de la noche. “En cada uno de los edificios hay tres o cuatro pisos ocupados”, asegura el joven de 25 años que está en paro y que desaprueba que el chico ande a esas horas por ahí. Él no está en un piso ocupado. Tiene alquilada una habitación en el domicilio de una familia sudamericana. Come de los alimentos que le da la asistenta social. “Yo sólo quiero trabajar en lo que sea. He sido chófer, tengo todos los carnets, tengo título de jardinero, puedo hacer de camarero o trabajar en la construcción. Quiero trabajar y no liarme por ahí. No quiere tener que dar un palo. He visto a muchos amigos entrar tres, cuatro o cinco años en la cárcel”, explica este joven que ha vuelto a Salt tras pasar unos meses en Marruecos viendo a su familia. “Llevo tanto tiempo aquí que cuando voy a mi país ya no conecto con la gente”, asegura. Ahora sueña con un permiso que le permita viajar a Francia o Alemania. “Allí no hay crisis”, asegura convencido de que lo que dice es cierto.

A las dos y media de la madruga sólo queda un bar abierto en Salt entre semana. Está en la zona caliente, aquella que la policía recorre estas noches con más intensidad. Dentro hay españoles y magrebíes. Beben alcohol por igual. Aparcado muy cerca del local hay un coche oscuro, un Opel Corsa, del que sale por las ventanillas una columnita de humo perfectamente perceptible en mitad de la noche, a pesar de que en los alrededores del pueblo reina una densa niebla. Dentro del coche hay cuatro chicos muy jóvenes. Sin duda, algunos de ellos son menores de edad. Miran con recelo a los intrusos y más tarde los interpelan con gran descaro. “No me hagáis fotos os digo… Bueno, si me dais algo de dinero, si lo negociamos bien, quizá sí”, dice uno de los críos. Las manecillas del reloj se van acercando a las tres de la madrugada y ahí están los cuatro muchachos con la apariencia de no estar haciendo nada concreto. Al final, el coche arranca y se alejan del lugar con amplias sonrisas tras las ventanillas. Al instante, pasa una furgoneta de los Mossos d’Esquadra que tiñe de azul la calle con los destellos de las luces de emergencia. Ha pasado una noche más sin que se hayan registrado nuevos incidentes.

Más tarde, el barrio despierta. Los centinelas de la noche dan paso al trasiego diurno. Y más gente apoyada en los portales, y corrillos de hombres magrebíes en las esquinas en que da más sol. Es plena hora laboral, pero ahí están los grupitos y los que ven la vida pasar desde la esquina de un lugar que podría ser cualquier parte.

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