
El  error de Montilla al convocar y calentar la marcha le convierte en  cómplice de lo ocurrido. El presidente de la Generalitat jamás debió  abanderar la protesta contra el Tribunal. Al hacerlo, azuzó irresponsablemente el  enfrentamiento entre la sociedad catalana y las instituciones  del Estado, de las que él mismo forma parte y recibe legitimidad.  Pero además, resulta esperpéntico  ver a un miembro del Comité Federal de un partido que se define  «Español» al frente de una marcha contra España,  la más numerosa de nuestra historia. No cabe mayor deslealtad.
Sería  una equivocación taparse los oídos y cerrar los ojos a lo ocurrido ayer  en la calle, tanto como no analizar las causas que han llevado a este  punto. De entrada, resulta paradójico que cuando Cataluña lleva tres  décadas gobernada de facto por el nacionalismo, cuando tiene  mayores cotas de autogobierno que nunca y goza de una autonomía que ni  siquiera alcanzan a soñar comunidades históricas de otros Estados de  nuestro entorno, el sentimiento que existe en buena parte de la sociedad  catalana y de sus dirigentes es el de ser un pueblo sojuzgado.
Desde esa perspectiva se explica, por ejemplo, que el  grueso de los partidos catalanes haya arremetido y calificado de  «provocadores» a los mismos magistrados  que han hecho lo imposible por validar la mayoría de artículos de un  Estatuto radicalmente inconstitucional y que han acabado  salvando el 95% del texto. Bien puede decirse que no encontrarán otro  Tribunal más condescendiente con sus aspiraciones.
Si en  realidad Cataluña quiere alumbrar  una soberanía política propia, distinta de la española;  si pretende que su definición como nación tenga un sentido  jurídico; y si busca que sus instituciones mantengan una relación de  bilateralidad y al mismo nivel con las del Estado -y todo ello se  consignaba en el Estatuto-, lo que  deberían hacer sus representantes políticos es plantear una reforma  de la Constitución.
Bien es  cierto que podrían aducir que el propio Zapatero prometió que aceptaría  el Estatuto que aprobara el Parlamento de Cataluña. La metedura de pata  del presidente del Gobierno,  que dio alas a reivindicaciones maximalistas,  ha contribuido a este desenlace. Ahí  tiene el fruto de su operación oportunista de sumar a la izquierda con  el nacionalismo, cuando son opciones que encarnan  valores antitéticos.
Al Gobierno y al PSOE se les ha  vuelto en contra el Estatut como un bumerán. No pueden arremeter  contra el Constitucional, porque hacerlo sería asumir que el Tribunal ha  mutilado el texto que ellos han defendido como plenamente legal. Pero  tampoco quieren pararle los pies a Montilla, con el PSC a las puertas de  las elecciones.
Es ridículo acusar al PP de estimular el independentismo -como interesada y machaconamente defienden los nacionalistas y la izquierda- y luego ver a Montilla al frente de la grey soberanista, como un pelele en sus manos. Al final, la imagen del molt honorable siendo perseguido por los radicales al grito de «botifler» (traidor) y teniendo que refugiarse a toda prisa en un edificio oficial es el triste colofón a tanto despropósito y la prueba evidente de que la situación le ha acabado estallando en las manos.
Es lo que tiene ser un president charnengo, que se quiere ser más que ellos.
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