sábado, 26 de diciembre de 2009
Vivan las cadenas
25 de Diciembre de 2009 - 12:58:46 - Luis del Pino
Michael Crichton, fallecido en 2008 y autor de numerosas obras de ficción de enorme éxito, como Parque Jurásico, publicó en 2004 una excelente novela titulada "Estado de miedo", en la que denunciaba la falsedad de las teorías del calentamiento global. La novela - tan documentada desde el punto de vista de los datos que resulta casi un ensayo - , originó un considerable debate científico, porque era la primera vez que alguien con tanta repercusión en la opinión pública se atrevía a poner al descubierto a los farsantes del cambio climático.
Pero quizá uno de los aspectos más interesantes de la novela sea la tesis de fondo que plantea: que ese tipo de teorías catastrofistas no responden a un simple afán de lucro de personas deseosas de aprovechar las jugosas subvenciones públicas dedicadas a la "investigación" del cambio climático. Lo que Michael Crichton sostenía (aunque sin entrar a desarrollarlo con demasiada profundidad) es que el catastrofismo del cambio climático no es más que una medida (otra más, entre muchas) destinada a imponer el "estado de miedo" en la opinión pública, con el fin de forzarla a aceptar restricciones en las libertades que jamás aceptarían en condiciones normales.
No he podido evitar acordarme de la novela de Michael Crichton al leer el texto íntegro del mensaje navideño del Rey, uno de cuyos párrafos merecería formar parte del catecismo de los impulsores del "estado de miedo":
Vivimos tiempos complejos y difíciles. El Siglo XXI va a cumplir su primera década. El mundo es más global en sus posibilidades -gracias a las comunicaciones y a los avances tecnológicos-. Más global también en sus desafíos -que desbordan las fronteras nacionales-. Desafíos que van desde la lacra del terrorismo, la crisis económica o el cambio climático, hasta las pandemias o el narcotráfico. Todos ellos requieren de la acción conjunta de los Estados.
"Esos desafíos requieren la acción conjunta de los estados". Y, aunque no se diga explícitamente, requerirán, por supuesto, que las opiniones públicas acepten los sacrificios y las restricciones de libertades necesarios para enfrentarse a esos desafíos.
Si yo le dijera a mi vecino que voy a escuchar todas sus conversaciones telefónicas, que le voy a prohibir utilizar su coche más de dos horas al día o que pretendo quitarle unos centenares de euros al mes, lo más probable es que mi vecino se me riera en las barbas. Pero si le digo que la amenaza del terrorismo requiere tener acceso a las conversaciones telefónicas de todo el mundo, que la posibilidad de una catástrofe climática obliga a que nadie use su coche más de dos horas diarias y que para evitar que la crisis se ahonde tenemos que dedicar dinero público a rescatar entidades bancarias, la cosa cambia. Induciendo un grado de miedo suficiente, hay gente dispuesta a aceptar incluso que le roben, que le espíen o que le impongan todo tipo de prohibiciones.
El recurso al miedo no es algo novedoso. Casi todos los estados han empleado el miedo, a lo largo de la Historia, para justificar la existencia o afianzar la posición de quienes los gobernaban: el miedo a los enemigos exteriores, el miedo a las revoluciones interiores, el miedo a las perversas innovaciones derivadas de la libertad de pensamiento, el miedo a lo desconocido, el miedo al hambre, ... Siempre se puede echar mano de alguna amenaza, real o inventada, de la que la pobre gente sólo puede protegerse aceptando que les gobiernen quienes tienen el poder: el miedo como uno de los factores principales de legitimidad política. De hecho, cabría hacerse la pregunta de si puede existir "poder" político sin el miedo.
Cuando un gobernante ostenta al poder absoluto, es el miedo al propio gobernante el que mantiene sujeta a la sociedad. Cuando el poder se diluye o debilita, cuando el recurso a la represión directa no es posible, entonces pueden utilizarse otros miedos - como el miedo a los enemigos exteriores que antes mencionábamos - para forzar a la opinión pública a comprar "protección" de forma voluntaria.
¿Qué sucedería si desaparece el miedo, todo miedo? Pues que sería imposible que ningún gobernante fuera el líder, el conductor, el conducator, el duce o el führer. Al no hacer falta protección, no hacen falta protectores. Y los gobernantes quedan reducidos al mero papel de gestores: empleados públicos, empleados "del público", a los que les exigiríamos lo mismo que a cualquier otro empleado.
En el terreno internacional, resulta curioso que, nada más venirse abajo la amenaza comunista, por el colapso de la Unión Soviética, inmediatamente aparezca la amenaza del terrorismo islámico internacional, para sustituir al enemigo anterior, ya desaparecido. Y lo que resulta no curioso, sino directamente alarmante, es que la sociedad americana (y también de otros países occidentales, incluido el nuestro) haya aceptado, a causa de la existencia de ese nuevo enemigo, restricciones en las libertades que no aceptó ni siquiera cuando el enemigo comunista estaba en su apogeo. A este respecto, cabría analizar el curioso efecto de que, cuanto más difuso e inconcreto es un enemigo, más irracional (y, por tanto, más potente) es el miedo que suscita.
Pero no se preocupen ustedes, que aún nos espera lo mejor. Ya nos anuncian que la crisis económica, el cambio climático o las pandemias se unen al terrorismo para seguir justificando, en pleno siglo XXI, la existencia, los privilegios y la capacidad de intervención de nuestros gobernantes. Así que a sacrificarse (aún más) tocan.
¡Vivan las cadenas, coño!
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Eso, que sería el mundo sin estas cadenas...je je
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