martes, 21 de junio de 2011

Los seis del pelotón que ejecutó a Federici García Lorca/


La cara es el espejo del alma, dice con voz queda Miguel Caballero, el investigador que ha cerrado el gran puzle de la muerte de Federico García Lorca con la identificación (apellidos, fotos, currículos...) de quienes apretaron el gatillo: el pelotón que fusiló al poeta en Granada. Mariano, Benavides, Salvaorillo, Fernando, Antonio y Cascales. Cinco hombres sin piedad y uno -«me voy a volver loco», le oyeron- con remordimientos. Mientras recita sus nombres, Miguel Caballero contempla una vieja foto de Mariano, el jefe malencarado del piquete de ejecutores. «Era de carácter frío para fusilar», añade como queriendo completar el retrato. Y aunque la frase no es propia, tiene el valor de haber sido dicha por un masón granadino, detenido como Lorca, a quien Mariano y los suyos obligaron a penar con el peor trabajo: enterrador de fusilados.

Madrugada del 17 de agosto de 1936. El termómetro marca 16 grados. Extraña noche de verano. La luna, oculta tras las nubes, cruza el cielo en cuarto menguante. Sólo los haces de luz de dos coches cuyos motores runrunean en el silencio rompen la oscuridad que cae plomiza sobre el barranco de Víznar. En el segundo automóvil, un Buick descapotable de color rojo cereza, hace Federico su último viaje. A su lado lloran su maldita suerte dos banderilleros anarquistas y un maestro cojo con muletas. Cuando se detiene la comitiva y empiezan los empujones, en la curva a la derecha que hay a la altura del cortijo Gazpacho, la voz de Mariano, el jefe del piquete, se alza rotunda sobre las demás. Ha llegado la hora.

Cuatro hombres saben que van a morir. Seis, que van a matar, porque la guerra les ha convertido en verdugos. Es su trabajo. Matarifes del disparo en la nuca, o en la frente, por la promesa de 500 pesetas de sobresueldo y un ascenso como guardias de asalto. Contaron algunos que Federico iba en pijama. Quizás estaba muerto antes de recibir los dos tiros de gracia. ¿Cómo no morirse al ver entre quienes te dan el paseo a aquel pariente de tu padre, el Benavides? Después anduvo el indeseable voceando por Granada el pim-pam-pum: «Le he dado dos tiros en la cabeza al cabezón», fue su vomitona. Frase que un compinche suyo, fanfarrón y mentiroso porque nunca estuvo allí, reformularía en los bares para pasar a la historia de la infamia: «Le he dado dos tiros en el culo por maricón».

En exclusiva, Crónica ofrece el parte definitivo de quienes dispararon a Lorca. Una investigación inédita con nombres, fechas y el historial completo de cada uno de los seis pistoleros. El pelotón de Mariano. Un pelotón secreto, hasta hoy.

Aquella madrugada -el reloj no daba las cuatro-, el cabo Mariano dispuso de su escuadra al completo. Todos con sus pistolas Astra (modelo 902 calibre 7,65 mm) al cinto y sus fusiles Mauser (modelo 1893) ahítos de munición. Todos para hacer verdad, de manera póstuma, el verso que Federico había escrito -y tachado luego- en Poeta en Nueva York: «Y me ofrezco a ser devorado por campesinos españoles».

Hijo de jornaleros era Mariano Ajenjo Moreno, jefe del piquete y, con 53 años, el más veterano de los seis matarifes. Y Antonio Benavides Benavides, el medio pariente de Federico, también tenía sangre de campo, por más que durante 10 años probara suerte como emigrante en Buenos Aires y, antes, su 1,64 de estatura le impidiera seguir la carrera de las armas, en la que destacó por su fiereza y crueldad en la guerra de Marruecos, durante la heroica toma del monte Gurugú. Más que por carácter, como en el caso del cabo Mariano, las ansias de matar del primo Benavides eran por vocación. Terminó sus días puteando, en una vida depravada.

Todo lo suyo -y lo de Salvador Varo Leyva, Salvaorillo, el hijo huérfano de un zapatero de Chiclana; y lo de los campeones de tiro Juan Jiménez Cascales y Fernando Correa Carrasco; además del historial de Antonio Hernández Martín, con el que se cierra el pelotón- está en sus expedientes militares, que han sido la piedra de toque con la que Miguel Caballero ha podido contrastar y cerrar su investigación, después de tres años y medio de labor detectivesca en registros civiles, cementerios, actas de defunción, charlas con los más viejos del lugar, partidas de boda y de nacimiento.

Porque todos los que vivieron las últimas horas de Lorca, desde su detención por el padre de Emma Penella (Ruiz Alonso) en la casa de los Rosales hasta que su cuerpo fue arrojado sin vida a una fosa frente al cortijo Gazpacho, están muertos salvo la mujer que le llevó su última cena. Se llama Eva María Rocaberti, tiene 101 años y la memoria roída por el alzheimer. Vivía en Víznar con su marido, Manuel Martínez Bueso, ex chófer de Azaña y entonces hombre de confianza del capitán al mando de las tropas en el frente de Víznar, José María Nestares.

Dicen sus hijos, y tuvo 11, que el bueno de Martínez Bueso nunca se recuperó de tanta barbarie. Tampoco aquella noche del 16 al 17 de agosto era su mejor momento. Horas antes de asistir como testigo a los tiros de gracia, Manolo había enterrado a su primogénito, muerto con pocos meses de vida.

Aunque fueran aquellos tiempos de gran matanza [la sublevación de Franco contra la II República había empezado un mes antes], los verdugos del fusilado más famoso de la Guerra Civil no han podido hacer desaparecer sus nombres de la Historia. Coincidiendo con el 75 aniversario de la matanza (y del inicio de la guerra), los ha desenterrado, sin más propósito que contar toda la verdad, el mismo investigador que dedicó cinco años a reconstruir la historia de la familia García Lorca desde el s. XVIII hasta 1940, año en que el padre de Federico se va de España para siempre.

Ya entonces descubrió Miguel Caballero verdades como puños y otras incómodas hasta para los herederos del poeta, reacios a admitir que sin las viejas rencillas de dos familias ricas de la vega de Granada con el acaudalado padre del poeta, no se entiende del todo el desenlace de la tragedia lorquiana. Una de esas familias eran los Roldán. La otra, los Alba [en La casa de Bernarda Alba se ensañaba literariamente con ellos; y aparecía, en el papel del mujeriego Pepe el Romano, José Benavides, primo hermano del verdugo de igual apellido].

LE DISPARÓ UN ALBA

Si los Alba, a través de Antonio Benavides, miembro de las terribles escuadras negras, estuvieron de cuerpo presente en la ejecución, la mano de los Roldán se deja entrever en la detención del poeta. Un protector de la familia, el teniente coronel retirado de la Guardia Civil Nicolás Velasco Simarro [mano derecha del gobernador de Granada], fue quien, en ausencia del gobernador, ordenó la detención y posterior traslado de Lorca al barranco.

La sucesión de acontecimientos aparece detallada en la investigación de Caballero, convertida en el libro de inminente publicación Las 13 últimas horas en la vida de García Lorca (La Esfera de Los Libros).

13.30 horas del 16 de agosto. El exdiputado derechista Ramón Ruiz Alonso, el falangista Federico Martín Lagos y el abogado Juan Luis Trescastro (rival político, años atrás, del padre del poeta) se presentan en el número 1 de la calle Angulo de Granada, el domicilio familiar de los Rosales, para llevar detenido a Lorca (quien había buscado el refugio de sus amigos camisas azules, tras ser golpeado una semana antes por un piquete de exaltados) al Gobierno Civil. De allí, caída la noche, sería traslado en coche a La Colonia, en Víznar, un viejo molino que hasta que empezó la guerra hacía las veces de residencia escolar femenina. En agosto funcionaba como centro de detención y corredor de la muerte para quienes iban a ser fusilados sin juicio ni procedimiento penal. Y allí, apartados de la vista de todos -el barranco era frente de guerra y por la noche regía el toque de queda-, es donde se cruzan los destinos de Lorca y el pelotón del cabo Mariano.

«Llegó sobre las 11.30 o 12 de la noche», dejó dicho el capitán Nestares en una entrevista, a finales de los 60, con el investigador Eduardo Molina Fajardo, autor del libro-documento Los últimos días de García Lorca [casi 600 páginas entre entrevistas a los protagonistas y documentos] que sirvió de punto de partida a la investigación de Miguel Caballero. «Yo estaba dormido», proseguía su relato Nestares, «y entró y me despertó el teniente de asalto Martínez Fajardo. Me dijo que llevaba una orden directa del comandante Valdés [el gobernador civil] para fusilar a cuatro. Uno de ellos era Federico. A mí me molestaba atrozmente esto. Lo consideraba una canallada. Y al entregarle el duplicado de la orden, que sólo era para darme cuenta de que entraban en mi sector, indignadamente lo rasgué. Llamé a Manolo Martínez Bueso para que los guiara, los vigilara y presenciara la ejecución».

Pero fueron uniformados de Nestares quienes mataron a Lorca. Sus elegidos. ¿Asesinos natos? «No», dice rotundo Caballero. «Antes de la sublevación no habían sido asesinos, y en los años posteriores a la finalización de la guerra, tampoco. No eran refinados ni cultos ni gente dada a plantearse problemas morales. Eran soldados sin sentido de culpa. Sólo uno, que yo sepa, dio muestras de sufrir las ejecuciones como un martirio. Era Jiménez Cascales». «Esto no es para mí», se lamentaba cuando Nestares le asignó -por su precisión como tirador, que le había dado ya varios premios en competiciones en las fiestas del Corpus- a la escuadra de ejecución. Quienes convivieron con él temieron que terminara loco.

AQUÍ LE MATARON

Han pasado 75 años y Caballero, el investigador, abre los brazos en cruz marcando sobre la tierra el lugar donde él cree que fueron ejecutados y sepultados Federico García Lorca, los banderilleros anarquistas Francisco Galadí y Juan Arcoya Cabezas y Don Dióscoro, el maestro cojo de Pulianas que les contaba a sus alumnos que Dios no existía. ¿Por qué ahí? «El testimonio más preciso y fiable», dice Caballero, lo dio tiempo atrás el jefe de una centuria de la Falange destinado en el lugar cuando los fusilamientos. Se llamaba Joaquín Espigares Días, era de Víznar, agricultor y panadero. Nadie mejor que él conocía aquellos parajes. No sólo señaló a los asesinos, también el lugar: «En los llanos de Corbera, por encima del cortijo Gazpacho...». Por eso ahora Miguel Caballero, que guía a Crónica hasta el lugar preciso (el cortijo ha cambiado de nombre, ahora es el de Pepino), abre los brazos en cruz y señala una franja de terreno y una piedra blanca con una hendidura en forma de cruz. «Por aquí, por aquí...». El sitio dista 400 metros del que señaló Gibson y donde la Junta de Andalucía realizó hace poco la célebre, y fallida, excavación en busca de Lorca.

Además de testimonios y un mapa que dejó marcado el capitán Nestares, Caballero contó con la ayuda de un zahorí (marcó la existencia de aguas subterráneas que explicarían por qué se excavaron allí pozos) y un experto en localización de fosas de la Guerra Civil de la Universidad de Zaragoza.

Pisando la tierra, Caballero habla: «Según dijo un testigo años más tarde, los propios ejecutores arrojaron los cuerpos a la fosa, y sobre ellos echaron la muleta de Don Dióscoro». También ha reunido los nombres de los detenidos en La Colonia a quienes, a la mañana siguiente (17 de agosto de 1936), se mandó a sepultar los cuerpos. Se trataría del intelectual Joaquín García Labella, Francisco Rubio Callejón y Yoldi Bereu. Estuvieron en el viejo molino hasta el 24 de agosto, cuando los bajaron a Granada para fusilarlos, y fueron sustituidos por unos masones, también detenidos, que quedaron, desde entonces, como presos enterradores.

Por lo que dejó dicho uno de ellos había retazos del carácter del cabo Mariano («frío para fusilar») y del exaltado Benavides («con vocación para asesinar»). Pero nada tan completo y rotundo como el fresco de aquellos hombres que acaba de esbozar con su libro Caballero, un jubilado de la telefonía metido a investigador de la Historia, deudor en parte del trabajo de quienes le precedieron en la búsqueda desde los 40: Gerald Brenan, Agustín Penón, Vila San Juan, Claude Couffon, Auclair, el inmenso Ian Gibson (erró, sí, en la ubicación de la fosa) y el casi definitivo Eduardo Molina Fajardo.

LA RECONSTRUCCIÓN

Pieza a pieza, Caballero ha concluido el puzle. «En los cementerios encontré muchas fechas que me ayudaron para ir con algo firme al Registro Civil, donde saqué partidas de nacimiento y después, en los archivos de la Dirección General de la Policía, sus expedientes militares. Costó lo suyo dar con el jefe del pelotón, al que Molina Fajardo había identificado como "Mariano Asenjo, el de Jun". Pero en ese pueblo granadino nadie sabía de él. Hasta que encontré una partida de boda en Jun de un tal Marciano Ajenjo, que se había casado con una mujer del pueblo, y así, registro tras registro, llegué hasta el hombre que mandaba el pelotón de fusilamiento»: Mariano Ajenjo Moreno.

Había nacido Mariano en 1883 en Huerta de Valdecarábanos (Toledo) en una familia de jornaleros con 11 hijos de los que cinco murieron de niños. Escapó de la miseria enrolándose en el Ejército en 1903, y en 1909 ya era guardia del cuerpo de seguridad y vigilancia, convertido por decisión de Azaña en 1932 en el cuerpo de Seguridad y Asalto (tras la guerra sus miembros terminarían en la Policía Armada, los celebérrimos grises, y de Tráfico). Probablemente debido a su edad (53 años), Nestares le asignó un lugar lejos del campo de batalla: jefe de la escuadra de ejecutores en el barranco de Víznar. Su única misión era hacer de verdugo. Y tanto cumplió que, relevado del puesto tras la ejecución del poeta, recibió su prometido ascenso a sargento a los 13 días. Se jubiló en junio de 1941 y murió 10 años después, a la edad de 68 años. Está enterrado a pocos metros del cuñado también fusilado de Lorca, el alcalde socialista de Granada Manuel Fernández Montesinos Lustau.

De las escuadras negras, grupos extremistas a las órdenes del Gobierno Civil que ejecutaban a su antojo, llegó para sumarse al pelotón de fusilamiento el falangista Antonio Benavides Benavides. De hecho, hasta tres días después de matar a Lorca («Le he hado dos tiros en la cabeza al cabezón», llegó a presumir) no fue nombrado formalmente guardia de asalto, con sueldo anual de 3.250 pesetas y 300 más por los «servicios especiales» (ejecuciones). Tenía 36 años.

Benavides era nieto de la hermana de la primera mujer del padre de Lorca, y primo de José Benavides (Pepe el Romano en La casa de Bernarda Alba). Labriego tras la mili, en 1925 emigró a Buenos Aires, durante la dictadura de Primo de Rivera, pero volvió la víspera de la guerra y se enroló en la Falange el 18 de julio, día del Alzamiento. Terminada la batalla, deambuló de destino en destino, cada vez con más mala vida. En su expediente militar se le trata de «borracho», y da cuenta también de sus amoríos con la dueña del prostíbulo de Málaga Los Mantones, para escarnio público de su esposa y cinco hijos.

«Un guardia muy alto y delgado». Así había quedado descrito el Salvaorillo en el libro de Molina Fajardo. Pero hay más. Salvador Varo Leyva había nacido el 27 de septiembre de 1899 en Chiclana (Cádiz), hijo de un zapatero del pueblo de Camarón de la Isla y una granadina de Churriana, adonde se trasladó la familia cuando murió el zapatero. Militar desde el 31, en la República participó en la desarticulación de células anarquistas en Granada, entre las que con toda seguridad se encontrarían dos de los fusilados con Lorca: los banderilleros Cabezas y Galadí. Este segundo había estado dos veces en la cárcel por colocar bombas y otras tantas fue indultado.

«De los banderilleros», explica Caballero, «Galadí era el más peligroso. Durante un tiempo se dedicó a vigilar la casa del militar (Valdés) que cuando triunfó el movimiento en Granada fue nombrado gobernador... A él y a Cabezas los detuvieron en una cueva llevando encima la pistola de un sargento de la Guardia Civil asesinado...». Que los fusilaran con Lorca fue puro azar de aquellos días atroces.

Si Salvador Varo terminó con los años de corredor de fincas en Churriana, tras su retiro militar en octubre de 1957 (fue el único del pelotón que no le concedieron el ascenso prometido), de Antonio Hernández Martín aún se guarda memoria de sus años de jubilación. Terminó sus días jugando a las cartas en el Café Americano de la Gran Vía de Granada. Nunca hablaba de su pasado. Aunque ascendió a cabo, fue expulsado en 1940 tras un «expediente político-social» de depuración que no superó.

Cuando, aquel 21 de octubre de 1921, colocó la bandera española en la cima del Gurugú, seguro que Fernando Correa, nacido en un cortijo de la Alpujarra, no sospechaba que su habilidad con la pistola le convertiría, 15 años después, en verdugo del poeta más grande que dio su tierra. A Lorca nadie le olvidará. Él se quedó sin nadie en vida. De niño le mataron a su padre, un guardia forestal, su madrastra y un hermanastro. Al morir, nadie reclamó su cuerpo. Terminó en un osario común.

Mejor suerte corrió el único hombre con piedad del pelotón. Juan Jiménez Cascales. Certero y experto tirador con pistola y fusil, fue suyo el lamento que nadie olvidó en La Colonia. «Esto no es para mí, no». Espigares, el panadero falangista de Víznar al que tanta credibilidad concede Caballero, dejó dicho que creyó que aquel buen hombre terminaría loco de tanto fusilar. Cosa distinta fue su currículo militar: actuó contra los anarquistas en Granada, en la persecución de bandoleros y maquis por Ciudad Real, y en 1945, en los Pirineos, luchó contra los miembros del PCE que desde Francia intentaron invadir la España franquista. No había concurso de tiro con pistola que no ganase o estuviera ahí. Siempre con la Astra modelo 902, del calibre 7,65 milímetros. La misma, sí, de aquella extraña noche de verano en que la luna, oculta por las nubes, cruzó el cielo en cuarto menguante. La que no vio Federico. Dicen que fueron dos tiros. Que iba en pijama.

> «Las 13 últimas horas en la vida de García Lorca» (La Esfera de Los Libros), de Miguel Caballero, se publica este martes. Más información en la revista La Aventura de la Historia

M. MUCHA

19/06/2011

su AMANTE casado y uruguayo

Enrique Amorim «secuestró» a Federico en Montevideo, se escribieron cartas de amor y hasta vino a verle a España. Pudo llevarse las cenizas del poeta, se especula

Federicooo... Federiquísimo... Chorpatélico de mi alma… Chorpatélico, que te has ido dejando polvo de estrellas en el aire de América. Un lagrimear (sí, mear, querida máquina mía, has escrito bien, mear)!». Carta escrita por el novelista uruguayo Enrique Amorim [Salta, 1900] a Federico García Lorca , febrero de 1935. Así, en una misiva eufórica, sentida, trataba de que su amado le responda. Se la envía recordando sus encuentros entre Buenos Aires y Montevideo. El hasta ahora desconocido amante de Lorca le quiso hasta el último día de su vida. Un amor que comenzó tras la llegada del poeta a la capital argentina, 13 de octubre de 1933. «Un mes después ya había conocido a Amorim, lo prueba que en ese tiempo ya aparecían fotos juntos», asegura a Crónica Santiago Roncagliolo, ganador del Premio Alfaguara y autor de El amante uruguayo, una obra que busca rescatar la vida de Amorim [se publica a finales de año]. Es el retrato de un escritor poco talentoso que supo seducir al granadino. «Probablemente los presentó Neruda».

Se encontraron y se adoraron. Lorca era el escritor que arrasaba. Chicos y chicas se colaban en su cama a diario. «Fue la primera estrella mediática del siglo XX», dice Roncagliolo. Amorim era un groupie millonario y conocedor de la sociedad bonaerense. «Un hombre muy guapo», mezcla de Gardel y Jeremy Irons. El amante uruguayo se coló en la vida de Lorca en locas fiestas.

Pero hubo un punto de inflexión en su romance. «Lorca estrenó Bodas de sangre en Buenos Aires y se convirtió en un rotundo éxito. La zapatera prodigiosa, también lo fue. Pero, Mariana Pineda fue un fracaso…». Tras el desastre, la actriz Lola Membrives y el empresario Juan Reforzo, su esposo, quienes lo habían llevado a la París del Sur, deciden que debía terminar Yerma. Le faltaba solo un acto. «Sabían que no podría allí. Su vida en Buenos Aires se había convertido en un delirio».

Basta citar una escena de ménage à trois entre Neruda, Lorca y una amante del chileno. «Al verse ya en situación, Lorca puso tal cara de horror que Neruda le mandó cuidar la puerta». Huyó cuando la pareja inició el coito. Se rompió un tobillo. Ocurrió en una fiesta de lujuria y celebrities en la mansión de un magnate. Membrives y su marido querían librarlo de toda tentación y decidieron que un buen lugar sería Montevideo.

Erraron. Se olvidaron de Amorim, quien siempre estuvo al acecho. El martes 30 de enero de 1934 llegó Lorca a la capital charrúa. Membrives creía que terminaría la obra en 20 días. No imaginaría que aparecería el amante uruguayo. Se presentó a recibirlo en el puerto. Hasta ese momento, Lorca y él habían vivido su romance en un territorio donde Amorim era uno más. «En Uruguay lo secuestró», afirma Roncagliolo. Aspiraba a ser su querido eterno. Se alojó en un cuarto cercano en el Hotel Carrasco, que está en el barrio más lujoso de la urbe. Ese mismo día, comieron juntos y, tras eso, subieron a la habitación del poeta. Amorim le daría el regalo que marca su estancia. Una camiseta a rayas que luciría en todas las imágenes registradas de su estancia. «Era un símbolo». Lorca era suyo.

Por la tarde, «lo llevó en su Chrysler dorado por la playa». De noche, en una roca, Lorca recitó poemas. Regresaron a las 10 de la noche, embelesados. En la fotografía de su primera entrevista periodística en Uruguay, Lorca lucía ya la camiseta de marinerito. El redactor, en su artículo, relataba que Lorca puso fin a la entrevista nada mas ver que Amorim venía a recogerle en su coche.

DÓNDE ESTÁN LAS «CENIZAS»

«¡Oh canalla!/ ¡Oh pérfido!/ ¿Te has escondido/ y has hecho un nido/ con tu deseo?... El caso es que eres un canalla. Te espero a las 10 y media en punto en la Legación. Allí estaré, canalla. Saludos a Esther. Federico». Le escribe para citarse. En su carta-poema, Lorca le recuerda -¿con malicia?- a su mujer. Enrique estaba casado con una de las mujeres más ricas del continente. Amorim era un burgués pero «Esther Haedo era dueña de medio país. Ella protegió su legado...», describe Roncagliolo.

Lorca dejó Latinoamérica en 1934. Amorim le escribía cartas sin respuesta. «Le escribe textos apasionados. Se vuelven a ver entre 1935 y 1936, en Madrid. Amorim lo escribe en sus memorias, a las que tuve acceso. Dice también que el hombre responsable de la muerte de Lorca [afirma que es Ruiz Alonso] escucha una conversación entre ellos. Ellos están en la Gran Vía. Amorim le fuerza a tomar posición política. Lorca dice: "Estoy con Azaña"». Quizás fue su condena. La leyenda del amor entre ambos llega a niveles de novela negra. El respetable semanario Brecha de Uruguay, especula que la investigación de Roncagliolo sobre Amorim también está encaminado a probar que los restos de Lorca no estarían en Granada. Que, de algún modo, Amorim consiguió llevar las «cenizas» del poeta a Salta, ciudad natal de Enrique.

-¿Qué opina de la tesis de que los restos de Lorca estan enterrados en Uruguay?

-Es interesantísimo. Espero que un libro pronto hable de ello.


«El amante uruguayo» (Ed. Alcalá) de Santiago Roncagliolo saldrá a la venta a finales de año

1 comentario:

  1. Interesante todo el relato, esto es lo que hacen en las guerras, malditas guerras.Ahora todo son libros historietas, etc.

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