ÁNGELES ESCRIVÁ / Madrid / El Mundo
El viernes de la semana pasada, el vicepresidente Rubalcaba se vio en un pequeño aprieto: un periodista le afeó algo molesto la rotundidad con que la Abogacía del Estado había afirmado que Sortu era un instrumento de ETA, sin tener en cuenta los indudables avances que la izquierda abertzale ha demostrado con el rechazo a la violencia de ETA.
Rubalcaba pudo responderle que si la Abogacía se había mostrado tan convencida en sus argumentos era porque consideraba probada la mano de ETA y porque creía insuficiente el contraindicio presentado por Sortu. Al fin y al cabo, el Tribunal de Estrasburgo sostiene que el contenido de unos estatutos no es prueba bastante para una legalización, y ni la izquierda abertzale ni los promotores de Sortu han pedido abiertamente la disolución de ETA, han condenado los 858 asesinatos de la banda o han pedido perdón por haber contribuido a cometerlos. Condiciones todas que un partido que aspire a integrarse en un sistema democrático debería asumir motu proprio, las exija o no la ley.
El ministro del Interior resolvió simplemente que la actitud de la Abogacía había que entenderla en el ámbito de la presentación de una demanda ante el Supremo. Como si en esa circunstancia cupiese cierta impostación, cierta exageración que no tenía por qué tener consecuencias proporcionales.
Lo cierto es que la actitud del Gobierno vasco y central ha ido cambiando en los últimos meses y se ha producido una alternancia y en ocasiones un reparto de papeles.
Desde aquellas declaraciones en las que se aseguraba que «el único comunicado que esperamos de la banda terrorista es el de su disolución», hasta las de Patxi López manifestando su actitud «esperanzada» tras la presentación de Sortu e insistiendo en que «si este partido es legalizado será un triunfo de la democracia», ha habido una indudable evolución. Previsible y muy estudiada.
Previsible porque los socialistas la han ido comentando en privado, y estudiada porque responde a determinadas convicciones sobre el modo de conseguir que ETA deje de atentar pero también a necesidades políticas coyunturales. Cualquiera puede recordar el distanciamiento escenificado con Jesús Eguiguren cuando en una carta dirigida al lehendakari le pedía que liderase el proceso y hablaba de una mesa de negociación y de una salida para los presos. Se le presentó como un verso suelto, pero algunos de sus planteamientos generales, de actitud, han demostrado no ser tan marginales. Para empezar, el Gobierno, ya entonces, había permitido que la izquierda abertzale tomase fuerza a condición de que consumiese desde dentro a ETA ( mientras las Fuerzas de Seguridad golpeaban sus estructuras operativas), en una decisión táctica bastante arriesgada.
En realidad, en septiembre, cuando la banda hizo público el primero de los comunicados, tachado entonces oficialmente de «insuficiente», el Ejecutivo ya tenía asumido en su argumentario privado que ETA y la izquierda abertzale no son exactamente lo mismo y que el proceso Bateragune por el que Díez Usabiaga o Arnaldo Otegi ingresaron en prisión, podía tener escaso fuste jurídico. Simultáneamente, algunos miembros del Gobierno consideraron que había que tener en cuenta que las siguientes elecciones se iban a dirimir en el País Vasco, donde la opinión pública premia a los dialogantes y alegaron que la imagen de intransigencia que la izquierda abertzale les reprochaba podía perjudicarles. Decidieron que el modo de contrarrestarlo era suavizar el lenguaje y mostrar una mayor receptividad a los pasos dados por Batasuna.
Esta evolución tuvo un momento especialmente claro tras la presentación de Sortu porque, efectivamente, la combinación de la necesidad de la izquierda abertzale por estar en las instituciones, la presión y las conversaciones en secreto con los dirigentes de Batasuna habían obtenido resultado. Sin embargo, al ser detenidos los asesinos de Eduardo Puelles y Luis Conde, el hecho de que el nuevo partido aplazase su respuesta hasta ser legalizado y de que EA y Aralar se exhibiesen impúdicamente criticando unos arrestos que estimaron contrarios al proceso, demostró que toda esta estrategia podía quedar en evidencia.
El martes, el presidente Zapatero mandó un recado para reconducir la situación. La izquierda abertzale no será legalizada si ETA no desaparece, vino a decir. Esta es una advertencia política sin respaldo jurídico estricto. La Ley de Partidos fue redactada para combatir a la banda, no necesariamente para derrotarla, y ni esa ley ni la reforma reciente de la Ley Electoral incluyen la condición de la desaparición de ETA para que una formación abertzale pueda ser legalizada. Pero los representantes de Sortu, pendientes de la decisión del Supremo y del Constitucional, en cuya independencia no creen, captaron el mensaje. Del mismo modo que entendieron que su resistencia a pronunciarse en contra de los detenidos había sido incluida como prueba ante el Supremo.
Rufi Etxeberria ya había vaticinado que «si se les pide algo más, lo harán». Y lo hicieron, pero de un modo cuidadosamente estudiado y una vez más insuficiente: publicaron el comunicado que habían aplazado y rechazaron los planes de matar al lehendakari. Es otro paso que se han visto obligados a dar; pero de Puelles y de Conde, ni palabra.
Y siguen racaneando la condena de ETA y de los 858 asesinados.
Han hecho algo más: para proteger a Sortu, se han repartido los papeles. Los impulsores del nuevo partido, los dirigentes de Batasuna, no sólo no han suscrito públicamente ese comunicado, sino que su única comparecencia ha sido para condenar las torturas que atribuyen al Estado. Siguen pesando las declaraciones de Etxeberria horas después de presentar los estatutos de Sortu: «ETA tiene unas bases y tenemos que cumplirlas».
Estos son más de lo mismo, por mucho que se les diga, no van a condenar nada, porque tienen que hacer lo que eta diga.
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