4 de Febrero de 2012 - 11:09:09 - Luis del Pino/Libertad digital
Editorial del programa Sin Complejos del sábado 4/2/2012
A principios de la década de 1970, los sindicatos ingleses constituían un auténtico poder dentro del Estado. Uno de cada dos trabajadores estaba sindicado, fundamentalmente porque para trabajar en ciertos sectores era obligatorio sindicarse. El recurso a la huelga era constante y los piquetes se encargaban de garantizar que esos conflictos laborales fueran secundados por todos los trabajadores de los sectores afectados, e incluso también de otros sectores. Para colmo, la influencia de los sindicatos dentro del Partido Laborista era enorme, lo que contribuía al radicalismo de la izquierda británica.
Fueron los sindicatos los que provocaron el descrédito del primer ministro conservador Edward Heath, que perdió las elecciones en 1974, cediendo el gobierno a los laboristas. Dentro del Partido Conservador, la caída de Heath abrió la puerta a una desconocida Margaret Thatcher, que venía a capitanear la derecha con ideas renovadas.
Cinco años después, en el invierno de 1979, los sindicatos llevaron a Gran Bretaña a un completo caos, paralizando el país con una serie de huelgas que terminaron de convencer a la opinión pública de que había que acabar con el perpetuo chantaje sindical. El hartazgo de los ingleses hizo que Margaret Thatcher obtuviera la mayoría absoluta, pasando el gobierno otra vez al Partido Conservador.
Los sindicatos recibieron a los conservadores con una nueva oleada de huelgas, pero Margaret Thatcher, sin ningún tipo de complejo de inferioridad ante la izquierda, comenzó por cambiar la legislación para quitar a los sindicatos el desmesurado e injustificado poder del que disponían. Se eliminó la obligatoriedad de afiliación, se declararon ilegales los piquetes, se declararon ilegales las huelgas generales y se estableció por ley que todas las huelgas tenían que ser aprobada por votación de los trabajadores afectados, en lugar de ser decididas, como hasta entonces, por la cúpula sindical.
No solo eso. Thatcher utilizó sin reparos a la sección de inteligencia interior del servicio secreto británico, el famoso MI-5, para infiltrar el movimiento sindical y propiciar la desunión, alentando el ascenso de líderes sindicales más moderados.
Tras una nueva victoria por mayoría absoluta en 1983, Thatcher anunció la intención del gobierno de reformar el sector de la minería del carbón, altamente subsidiado, que constituía una auténtica sangría para las arcas públicas británicas. Entre otras medidas, se decidió cerrar 20 pozos improductivos. Los sindicatos reaccionaron convocando una huelga indefinida del sector, dado que el sindicato del carbón era una de las espinas dorsales del movimiento sindical. Para poder resistir una huelga prolongada, los sindicatos contaban con la caja de solidaridad, que permitía pagar a los mineros en huelga un sueldo reducido, que salía de las contribuciones de todos los trabajadores británicos sindicados.
Pero Thatcher aguantó el tipo. Utilizó a la policía con contundencia para mantener abiertos aquellos pozos donde los mineros habían decidido trabajar, emprendió una intensa campaña de convencimiento de la opinión pública para dejar patente el chantaje de los sindicatos y se aprovisionó de carbón en el exterior, para no depender de aquel sector que había quedado paralizado.
A medida que iban pasando los meses, la moral de los huelguistas se iba resquebrajando y poco a poco comenzaron a descolgarse. En marzo en 1985, después de todo un año de huelga indefinida, más del 50% de los trabajadores del sector habían vuelto a las minas, con lo que la huelga se tuvo que dar por concluida. Los sindicatos habían cosechado una derrota sin paliativos y enormemente simbólica, y su poder quedó anulado para siempre. A finales de la década de 1980, la afiliación a los sindicatos había caído a la mitad y ya nunca volvieron a ser el grupo de presión que habían sido, lo que tuvo profundas consecuencias en la economía y en la política inglesas. Por lo pronto, el Partido Laborista se vio libre para adoptar posturas menos radicales, que terminarían haciendo posible, años después, a un dirigente como Tony Blair.
Las primeras medidas adoptadas por Rajoy tras llegar al gobierno incluían una subida de impuestos a los ciudadanos y un recorte de ciertos gastos, que resultó completamente decepcionante, por lo insuficiente. Entre otras cosas, las subvenciones a los sindicatos se recortaron de forma mínima, lo que implica que este año CCOO y UGT recibirán un 20% más de subvenciones que en 2005, año en el que todavía no había empezado la crisis.
Pero lo sorprendente es que esta semana las cámaras indiscretas han grabado a Mariano Rajoy diciéndole a su homólogo finlandés en una reunión europea que la próxima reforma laboral le va a costar una huelga general.
¿Que la reforma laboral le va a costar una huelga general, don Mariano? ¿Nos está usted tomando el pelo?
¡Pero si los sindicatos están a sueldo de usted!
¡Pero si es usted el que los paga, con el dinero de todos nosotros!
¡Pero si son empleados suyos!
¡Si no podrían funcionar sin las subvenciones que usted les entrega!
¿Que le van a montar una huelga general? ¿Y eso le incomoda? Pues entonces ¿por qué les paga para que la monten?
¿Pero a quién quiere usted engañar, hombre de dios? ¿Es que se piensa usted que los españoles nos seguimos creyendo la pantomima sindical?
Si usted quisiera, los sindicatos se acababan mañana, porque no podrían sostenerse mediante las cuotas de unos afiliados que no tienen. Pero estos sindicatos amarillos son muy útiles, ¿verdad, señor Rajoy?
Sirven, por ejemplo, para justificarse ante Bruselas: "Yo querría hacer una reforma laboral más ambiciosa, pero los sindicatos me crucificarían".
Y sirven también para que la base electoral de la derecha acepte tragar con las reformas que usted quiera plantear, por muy injustas que sean y por mucho que hagan pagar la crisis a los españoles de a pie y no a quienes la han provocado: si esos malvados sindicatos dicen que se oponen a las reformas, entonces los votantes de la derecha tendremos que acudir en rescate del pobrecito gobierno acogotado por esos malvados sindicalistas.
Y sirven también para encauzar hacia la más absoluta inanidad las posibles protestas de la base social de la izquierda. ¿Qué mejor, si uno no tiene ganas de que le monten una verdadera huelga, que montar esas huelgas uno mismo, a través de unos sindicatos controlados?
¡Por favor! ¡Déjense de pantomimas! Los sindicatos, don Mariano, son suyos. Usted es el que los mantiene en funcionamiento, a través de subvenciones de todo tipo y condición. Los mantiene en funcionamiento con nuestro dinero, eso sí, pero es usted el que decide transferírselo a ellos.
¿Que le van a montar una huelga? Permítame que me carcajee. Querrá usted decir que van ustedes a escenificar una huelga, de cara a Bruselas y a la opinión pública española, ¿no?
En el Reino Unido, los sindicatos tenían un poder omnímodo, contaban con ingentes recursos propios y gozaban de una total autonomía de acción, pero Margaret Thatcher, la Dama de Hierro, se enfrentó a ellos, les aguantó el pulso y los venció.
Y aquí, don Mariano Rajoy, el Caballero de Hierro, nos viene con la monserga de que está preocupado porque le van a echar un pulso unos sindicatos cuyo funcionamiento se encarga de costear él mismo.
¡No me digan que no es enternecedor! Nuestros gobernantes siguen completamente convencidos de que somos imbéciles.
Que les quiten las subvenciones a los sindicatos, así sabrán de verdad, lo que es luchar por los trabajadores, no gorroneando, y amenazando..
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