El defensor de Correa advierte que ésa es «la excusa de los tiranos» y que la Constitución ampara a todos por igual / Garzón se aferra a que las escuchas eran «la única medida posible» para evitar el delito de blanqueo
las 17.45 horas de ayer quedó visto para sentencia el juicio a Baltasar Garzón por interceptar las conversaciones mantenidas en prisión entre los imputados del caso Gürtel y sus abogados defensores. Tres de los letrados escuchados, Ignacio Peláez, José Antonio Choclán y Pablo Rodríguez Mourullo, sostuvieron que el juez vulneró «a sabiendas» el derecho de defensa con el fin de obtener datos para su investigación, «relativizando los derechos constitucionales en función de la gravedad de los delitos que se les imputan». «Eso es invocar la razón de Estado, en la que todos los medios valen», dijo Choclán.
Choclán defendió que su cliente, Francisco Correa, haya sentado en el banquillo al juez que le investigó. «La Ley no permite relativizar los derechos fundamentales de todos los ciudadanos en función de quiénes sean o de la gravedad de los delitos que se les imputan», dijo.
«Eso sería invocar la razón de Estado, que es la antítesis del Estado de Derecho. En la razón de Estado todos los medios valen. En el Estado de Derecho sólo valen los medios que están constitucionalizados para salvaguardar las garantías que deben tener todos los ciudadanos».
La mención a la razón de Estado -un concepto tan recurrente en los procesos contra los GAL y en otros casos instruidos por Garzón- hizo mella en el acusado, que utilizó su derecho a la última palabra para replicar que «la única razón de Estado que yo entiendo es la razón democrática de los ciudadanos».
Choclán mantuvo sus tesis con contundencia. «La razón de Estado es la excusa de los tiranos», dijo parafraseando a Voltaire. La razón de Estado sería, en el caso de Garzón, ordenar unas escuchas «que tenían por objeto obtener datos para la causa a través de las confesiones que los presos hacían a sus abogados».
«El juez instructor se atribuyó una función constitucional que no tiene: determinar qué era o no derecho de defensa. En eso mismo ya hay una prevaricación, porque eso hace temblar los cimientos del Estado de Derecho. El juez se injiere en la relación confidencial entre abogado e interno, primero para escucharlo todo y luego para determinar qué debía permanecer o no en la causa».
A su juicio, eso es «una monstruosidad» porque «el derecho de defensa es un límite al poder del juez, un límite absoluto con la sola excepción de que el abogado esté delinquiendo, lo que ni siquiera el juez Garzón afirma en este caso porque sería una calumnia».
Choclán sostuvo que la propia resolución dictada por Garzón «pone de manifiesto la desproporción de la medida al acordar que todos los abogados -todos, hasta el infinito- que visitaran a los imputados fueran escuchados. Se dio un cheque en blanco a la Policía. Se apoderó a la Policía para convertir en sujetos pasivos de la investigación a todos los letrados, aunque contra ellos no hubiera indicios de delito. De eso hablamos aquí, no de Correa ni de una organización criminal ni de los graves delitos que se le imputan».
Poco antes, Ignacio Peláez, también espiado en los locutorios de la prisión cuando se entrevistaba con los imputados del caso Gürtel para preparar la defensa de su cliente, el empresario José Luis Ulibarri, pidió al Supremo que «ampare» el derecho de defensa y establezca los límites que tienen los jueces a la hora de ordenar la interceptación de comunicaciones porque «el fin no justifica los medios, no todo vale».
Peláez reclamó el derecho «a hablar de forma confidencial y en secreto con mis clientes, por muy rechazables que sean sus conductas». «No puedo aceptar ir a un locutorio y tener que escribir en un papel lo que quiero decirles. Me niego a vivir en un Estado policial», dijo.
La idea del Estado orwelliano fue retomada por Pablo Rodríguez Mourullo, abogado de Pablo Crespo, al afirmar que Garzón se convirtió «en una especie de Gran Hermano que todo lo oye».
Negó que Garzón quisiera preservar el derecho de defensa porque «la única manera de hacerlo era no escucharnos» y, en este caso, no sólo ordenó las interceptaciones sino que, además, las prorrogó «pese a que todas las conversaciones afectaban al derecho de defensa».
Rodríguez Mourullo cuestionó también la tesis de que el contenido de las escuchas no fuera utilizado para la investigación. Y lo hizo acudiendo a las afirmaciones de la propia Fiscalía, que en un escrito al Supremo aseguró que el curso del caso Gürtel «ha confirmado que ese mayor alcance dado al auto por el instructor [al acordar escuchar las conversaciones con los abogados] ha permitido progresar adecuadamente en la investigación de los hechos confirmando algunos elementos incriminatorios».
El letrado remarcó que «no existe precepto legal alguno que permita con carácter genérico, prospectivo e indeterminado escuchar a los abogados de un imputado por el mero hecho de serlo».
>Vea hoy en EL MUNDO en Orbyt el análisis de Vicente Ferrer.
La Abogacía: «Las escuchas repugnan al sentido común»
Unas horas antes de la finalización del juicio, el Consejo General de la Abogacía Española (CGAE) difundió un comunicado institucional en el que afirma que «la posibilidad de que las comunicaciones de un ciudadano con su abogado puedan ser intervenidas no sólo es inconstitucional, sino que convierte esas actuaciones en un instrumento ilegal de control de los poderes públicos frente a una de las más singulares manifestaciones de privacidad y derechos civiles». Esas escuchas «repugnan al sentido común y hacen que los ciudadanos pierdan la confianza en el Estado de Derecho», afirma la institución que preside Carlos Carnicer.Tras conocerse las escuchas en 2009, el CGAE denunció que «la violación del derecho de defensa y del secreto profesional es un gravísimo atentado contra el Estado de Derecho». Ahora añade su «rechazo radical» a las «imputaciones indiscriminadas a abogados» del delito de blanqueo de capitales, «realizadas sin razón y sin prueba alguna». «Resulta de extrema gravedad la confusión intencionada de la función del defensor con las actividades de su cliente», considera. A su parecer, «no es lo mejor para la democracia ni para el Estado de Derecho que un juez se siente en el banquillo, pero todos los ciudadanos somos, debemos ser, iguales ante la ley».
20/01/2012
ESPAÑA
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Pablo Rodríguez Mourullo
> «No existe precepto legal alguno que permita con carácter genérico, prospectivo e indeterminado escuchar a los abogados de un imputado por el mero hecho de serlo».
> «La propia Fiscalía ha admitido que las escuchas 'confirmaron elementos incriminatorios'».
Ignacio Peláez
> «Pido al tribunal que ampare el derecho de defensa y establezca los límites que tienen los jueces, porque el fin no justifica los medios, no todo vale. No puedo aceptar ir a un locutorio y tener que escribir en un papel lo que quiero decir a mis clientes. Me niego a vivir en un Estado policial».
José Antonio Choclán
>«El juez se injiere en la relación confidencial entre abogado e interno para escucharlo todo. Es una monstruosidad, porque el derecho de defensa es un límite al poder del juez, un límite absoluto con la sola excepción de que el abogado esté delinquiendo, lo que ni siquiera se afirma en este caso».
Última palabra del acusado: 'Era la única medida posible'
El juez mantiene que actuó bien y su abogado arremete contra el Supremo
Baltasar Garzón puso fin al primero de sus juicios sosteniendo no sólo la legalidad, sino el acierto de las decisiones que le han sentado en el banquillo. «El delito de blanqueo exigía tomar esa medida como única posible en esas circunstancias», dijo sobre su decisión de intervenir las conversaciones de los presos con todos los abogados. La medida ya ha sido declarada ilícita y en unos días se verá si, además, pone fin a la carrera del superjuez.
Si el auto de los pinchazos fue acertado, el añadido de «preservar el derecho de defensa» habría sido aún más atinada: «En ningún momento se violentó el derecho de defensa, sino que se protegió con las resoluciones», declaró en el turno de última palabra. «Asumo todas y cada una de las decisiones. Fueron tomadas reflexivamente en cumplimiento de la más estricta legalidad», resumió.
La intervención fue larga, pero lo habría sido mucho más si el presidente no le hubiera cortado varias veces. Cuando llevaba 10 minutos, Joaquín Giménez le dijo que ya valía. Garzón había comenzado quejándose de que no tendrá segunda instancia a la que apelar una condena. «Uso el derecho a la última palabra porque será la última vez que pueda hacerlo ante un tribunal español en este caso», dijo.
Más delante, el juez replicó a lo que consideró una frase «muy fuerte» de la acusación. «Aquí no hay razón de Estado», se defendió. Sus últimas palabras fueron para insistir en que «ni una sola diligencia practicada tuvo relación con las intervenciones».
Momentos antes, su abogado había expuesto las líneas de su defensa y, de paso, le había hecho el trabajo sucio. Eso sí, con educación, humor -habló de supongandos frente a los considerandos- y un estilo algo arcaizante en el que no desentonó la referencia a una sentencia de 1911.
Pero el caso es que Francisco Baena Bocanegra se ensañó. Mientras les citaba a los maestros, responsabilizaba a los magistrados del Supremo de paralizar la causa del Franquismo para juzgar antes Gürtel. Mientras recordaba a su propio padre, jurista como él, acusaba al instructor de plagiar en sus autos los escritos de las acusaciones y de mejorar la querella inicial. Mientras situaba a los magistrados en el Olimpo de la judicatura, los ponía bajo sospecha por abrirle a Garzón tres causas en apenas unos meses.
Tampoco los abogados de la acusación se libraron de los halagos... y de lo que venía después. Baena citó al comisario que testificó para arrojar dudas sobre su relación con el blanqueo: «Si hubo cambio de abogado no hubo cambio en la dinámica que estábamos investigando».
Además, el letrado defensor propuso que la frase de la acusación de que nos encontramos ante «una clamorosa prevaricación» se cambie por la de «una clamorosa equivocación» o «una clamorosa exageración», por haber llevado a Garzón a juicio.
Ya en un plano más jurídico, afirmó que no puede haber prevaricación porque la decisión de Garzón no está fuera de las posibles interpretaciones jurídicas, como marca la jurisprudencia. Sí llegó a admitir que, «posiblemente», Garzón se equivocó -o más bien, «no es lo que quería expresar»- cuando justificó las intervenciones acudiendo a una ley equivocada. También hubo una leve concesión en otro pasaje. «¿Que tengamos ahí el concepto de injusticia quiere decir que todo lo que pasa por ahí es prevaricación? No».
Finalmente, el abogado desvió el tiro de las acusaciones y afirmó que lo que en realidad se estaba juzgando ayer era «la calidad de la ley» y que se estaba responsabilizando de sus carencias a Garzón, encargado de interpretarla.
En la sesión de la mañana, el Ministerio Público se había encargado de abrir boca a las tesis de la defensa. Lo hizo asegurando que las intervenciones fueron proporcionadas al delito. Por si acaso el tribunal no se lo cree, los fiscales añadieron que, a su juicio, el juez no actuó a sabiendas de que podía estar vulnerando derechos fundamentales.
Los principios y el personaje
Al final, el acusado y su defensor se refugiaron en tablas y ahí buscaron hacerse fuertes. Eludieron los dos el enfrentamiento en mitad de la plaza donde, esgrimiendo los principios de la Justicia, la Constitución y los derechos fundamentales, los habían citado las acusaciones. «Contra todos esos valores atenta de plano un juez que viola la intimidad de las comunicaciones entre un recluso y su abogado», sostuvieron con machacona y eficaz contundencia los letrados de la acusación Peláez, Choclán y Rodríguez Mourullo. Y, con esa bandera por delante, se esmeraron en ir cerrando cada una de las salidas por las que suponían que podría intentar escapar a continuación el defensor de Garzón.
Y, efectivamente, Francisco Baena, un brillante letrado sevillano de verbo barroco y entonación campanuda, hizo por la tarde un claro intento de escabullirse por la escotilla. El defensor acabó ofreciendo al tribunal la posibilidad de salvar a su defendido en base a dos más que dudosas ideas-burladero detrás de las que se atrincheró. Una, que no se puede condenar por prevaricación a un juez que toma una determinación basándose en una norma cuya interpretación no es unánime en la jurisprudencia. Y otra, que la norma en la que Garzón se había basado para ordenar la intervención de esas comunicaciones es la Ley de Enjuiciamiento Criminal cuyo artículo 579 admite interpretaciones distintas.
En resumidas cuentas, eludió la discusión sobre las generales de la ley, es decir, sobre los principios básicos a los que debe atenerse todo aquel que administre justicia, y entró a argumentar que, aplicando el artículo citado, sí podía el juez intervenir las comunicaciones de los internos con sus defensores, aunque su decisión pudiera discutirse.
El siguiente paso de Baena era del todo previsible: «¿Qué culpa tiene Garzón de tener que trabajar con una norma de mala calidad?», vino a decir. Y después de repetir que ese artículo era el único por el que se debían examinar las intervenciones ordenadas por el juez, dejó caer una frase muy extraña.
Dijo Baena: «Yo cambiaría la expresión 'clamorosa prevaricación' [eso lo había dicho Choclán] por 'clamorosa equivocación' o por 'clamorosa exageración'». En ese instante, muchos de los presentes dimos un respingo. ¿Estaba, por casualidad, el abogado ofreciendo la salida del «error de interpretación» para su defendido? Ya es demasiado tarde para aclarar este punto ante el tribunal juzgador. Pero ahí quedó eso y más de uno pensó que aquella era de nuevo la trampilla que, tan sutil como sagazmente, abría el defensor de Garzón a los pies del tribunal. Por si acaso.
Pero el letrado Baena Bocanegra había hecho previamente algo más en favor -o más bien en contra- de su defendido: dibujar un sinuoso argumentario de dudas sobre la limpieza de las actuaciones de los magistrados de la Sala Segunda; una niebla de pringosa sospecha que repartió con ademán elegante pero intenciones aviesas.
No había duda de que, ante una probable condena, el letrado estaba cebando la desacreditación del tribunal ¡y lo estaba haciendo ante las mismísimas narices del propio tribunal! Cierto que el fiscal había hecho por la mañana algo parecido, pero fue más tosco y, sobre todo, más breve. Y al final, fue Garzón el que remató la faena haciendo saber a los excelentísimos señores -sin decírselo, pero diciéndoselo- que, puesto que le iban a condenar, pensaba llevarlos ante el Tribunal de Derechos Humanos de Estrasburgo. También por si acaso.
MICRÓFONO ABIERTO
Una llamada «de La Moncloa»
El presidente del tribunal(que pertenece al grupo "progresista") que juzga a Baltasar Garzón sufrió ayer las consecuencias de un micrófono abierto al inicio de la tercera sesión. Justo cuando iba a comenzar, Joaquín Giménez recordó que tenía que poner en silencio su móvil y, en ese preciso momento, comenzó a sonar el teléfono de otro de los magistrados.
«Es de La Moncloa», le dijo bromeando Giménez al otro juez, sin percatarse de que su micrófono ya estaba encendido. Al darse cuenta de que su comentario acerca de la llamada recibida por su compañero en el móvil había sido recogido por el micrófono, el presidente de la Sala comenzó a reírse
Por razón de estado, haber si la justicia es para tod@s iguales, o no???, eso lo veremos pronto.
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