Rosa Díez
Como es año de aniversario redondo –treinta años desde que la payasada se pudo convertir en drama—todos los medios nos preguntan sobre nuestros recuerdos de aquel día. Y, aunque es verdad que hay fechas que grabamos en nuestra memoria sin necesidad de que nadie nos obligue a rememorarlas, hoy me apetece recordar con y para vosotros, los más jóvenes de los que leéis este blog, lo que viví y sentí ese día.
Yo era Diputada Foral en la Diputación de Vizcaya cuando Tejero decidió entrar en el Congreso de los Diputados, pistola en mano y al grito de “¡Alto, todo el mundo quieto, quieto todo el mundo! ¡Silencio…! ¡Al suelo!..” Éramos cinco diputados socialistas de los treinta que componían la Diputación, todavía de Régimen Común pues no había sido aprobada aún la Ley de Derechos Históricos. El Partido Nacionalista Vasco tenía quince diputados, Unión del Centro Democrático, cinco, y un conglomerado de ANV, ESEI, y ESB (lo que luego sería, con algunas deserciones, Herri Batasuna), los otros cinco. Había dos mujeres en aquella primera Diputación democrática: Pilar Aresti, diputada de UCD y yo misma. Y estaba presidida por José María Macua, un histórico nacionalista vizcaíno de pura cepa.
Yo era la única diputada socialista que tenía plena dedicación; era funcionaria de la Administración Central del Estado y había solicitado Servicios Especiales para poder realizar la tarea de Diputada y coordinar el grupo en el que estaban Ignacio Ipiña, Manuel Fernández Ramos (Alcalde entonces de Ortuella), Enrique Antolín (que luego sería el Consejero de Transportes en el primer Gobierno de coalición con el PNV que impulsó la construcción del Metro de Bilbao) y Giordano García, un histórico militante del Partido Socialista, un hombre honesto y bueno donde los haya.
Ese día 23 de febrero había Pleno de la Diputación. Y la entrada de Tejero en las Cortes nos pilló en mi despacho, preparándolo. Recuerdo que sonó el teléfono sobre la mesa (aún no había móviles) y me levanté para cogerlo. Era mi marido que me llamaba desde casa: “Rosa, que dicen por la radio que ha entrado la Guardia Civil en el Congreso de los Diputados… que no se sabe si es que ha entrado ETA y han ido a detenerlos… hay mucha confusión…”
Me volví hacia los compañeros y les di la noticia; todos pusimos la misma cara de perplejidad e incredulidad. Decidimos llamar a Macua, por ver qué sabía y por decidir lo que íbamos a hacer. No tenía más información que nosotros, sólo que ya empezaba a quedar claro que no había tal ETA en el hemiciclo, que aquello era un Golpe de Estado. Comentamos un momento si convenía que suspendiéramos la celebración del Pleno; pero decidimos mantener el orden del día como si no ocurriera nada. Pensamos que había que actuar con normalidad, que no debíamos dejarnos amedrentar, que era la mejor respuesta institucional que podíamos dar… Fue un acto de responsabilidad democrática, pero no se si, en el fondo, también reaccionamos así porque no terminábamos de creernos lo que estaba pasando; la verdad es que si “la cosa” hubiera triunfado en Bilbao nos hubieran pillado a todos juntos. Eso si, fue el Pleno más corto de nuestra historia.
Acabó y cada cual se fue para casa. Enrique Antolín y yo compartimos un coche de la Diputación que nos llevó a nuestros domicilios; primero a Basauri, a casa de Enrique y después a Sodupe, a casa de mis padres para recoger a mi hijo Diego, que entonces tenía cuatro años. Llevábamos la radio puesta y antes de llegar a Basauri empezaron a sonar marchas militares.
Cuando llegué a casa de mis padres la cosa seguía igual, si bien se decía ya que iba a hablar el Rey. Recuerdo a mi padre, desolado, con mi hijo sentado en su regazo, acariciándole la cabeza: “Pobre hijo…otra vez…lo siento por él…”
Mi marido trabajaba en el turno de noche y hablé brevemente con él antes de que se fuera. La decisión era actuar con normalidad, cada cual a su puesto de trabajo. No recuerdo que nadie del partido socialista nos llamara, que nadie nos diera una consigna o un consejo sobre lo que había que hacer; fue algo que nos salió de forma natural. Recuerdo que mi marido se dejó el carnet de identidad en casa; ¡menudo día para ir indocumentado!
Me quedé en casa de mis padres hasta que habló el Rey. Nos miramos esperanzados después de escucharle. “Igual no es nada…, vamos a ver…”, dijo mi padre. Mi madre arropaba a Diego, que esa noche se quedó a dormir con ellos, mientras se secaba silenciosa y disimuladamente unas lágrimas.
A la mañana siguiente fui a trabajar como un día cualquiera. Recuerdo esa mañana, llena de llamadas, de comentarios, de conversaciones expectantes y asombradas, de miedos ocultos, de esperanzas renovadas en que no iba a pasar nada. Recuerdo que yo tenía previsto un viaje a Barcelona para entrevistarme con Pascual Maragall que era entonces Concejal del Ayuntamiento y responsable de Régimen Interior. Había puesto en marcha algunas ideas novedosas en la organización y funcionamiento de la institución (la “Pascualina”, tarjeta para fichar, es lo más recordado, pero hizo otras muchas cosas) y queríamos intercambiar experiencias puesto que yo tenía esa misma responsabilidad en Vizcaya. Hubo quien me recomendó que retrasara la visita, las cosas estaban aun muy “movedizas”; pero mantuvimos la agenda y el día 25 me fui a Barcelona.
Aquellos días sucedieron muchas cosas que nunca estarán en los libros de historia, pero que creo explican bien cómo acabó todo. Más allá de las decisiones estratégicas de personajes conocidos que hicieron que el golpe fracasara, mucha gente anónima jugó un papel trascendental. Os contaré un episodio que me parece particularmente gráfico.
La Unión General de Trabajadores compartía entonces edificio en Bilbao con el partido Socialista. Era un edificio en la Plaza de San José que aún hoy sigue siendo la sede de UGT. Hacía unas semanas que una furgoneta de la Policía Nacional estaba aparcada frente a la sede, pues se habían producido ataques de huelguistas de Bandas, una empresa que llevaba meses en conflicto y en la que UGT mantenía una posición contraria a los sindicatos mayoritarios de la empresa que saboteaban de forma violenta los accesos a la fábrica. Los policías solían subir a comer o a tomar café a la planta cuarta, en la que había cafetería y restaurante de menú del día.
Ese día, cuando Tejero entró en el Congreso, la dirección de UGT estaba reunida en la última planta. Tomaron la decisión de que todos los trabajadores—tanto del PSOE como de la UGT– se fueran a casa, y de que la Comisión Ejecutiva se quedara allí, en reunión permanente. A so de las nueve de la noche sonaron unos golpes en la puerta de la séptima planta y Carlos Trevilla, uno de los dirigentes sindicales, fue a abrir. Se encontró con tres policías (de los de la furgoneta gris), que le devolvieron muy serios el saludo.
- “Oiga”,–le dijo el que creo recordar era un cabo–. “¿ustedes saben que la guardia civil ha entrado en el Congreso de los Diputados, que parece que hay un golpe de estado…?”
- “Sí, lo sabemos… Hemos decidido esperar aquí el desarrollo de los acontecimientos…”
- “Oiga, que les queremos pedir un favor… que hemos hablado abajo los compañeros… que por qué no se marchan, no vaya a ser que nos ordenen detenerles…”
Y se despidieron. Y Carlos entró y contó la conversación. Y decidieron que no merecía la pena que les hicieran a los compañeros de la policía esa faena. Y se fueron pasando por delante de la furgoneta en la que unos aliviados policías les dijeron adiós.
Me pregunto cuantas historias humanas como esta jalonan esos días en los que estuvimos a punto de volver a escribir otro capítulo trágico de nuestra vida. Afortunadamente aquel golpe no prosperó; y entre el payaso y el monstruo (que diría Alex de la Iglesia en su “Balada triste de trompeta”) afloró el rostro de una sociedad invertebrada que se impuso a la bufonada y a la tragedia. Afortunadamente había en España muchos supervivientes de la otra tragedia, muchos hombres y mujeres, como mis padres, que tenía demasiado reciente la historia de sus vidas como para permitirse hacer ni una sola concesión a la frivolidad o al sectarismo.
Me gustaría que mis padres pudieran celebrar este treinta aniversario. Los veo sonrientes y felices sentados junto a mis hijos, ya mayores, y contándoles –mientras ellos les acarician– esta historia. Y yo también sonrío al imaginármelos.
Papá, mamá, os quiero. Gracias.
Que buen comentario, que no historia. Todos tenemos una. Yo personalmente, me encontraba de servicio en el Tedax en Bilbao, y recuerdo que tuvimos un día muy tranquilo, cosa rara, pero asi fué.
ResponderEliminarÁnimo Rosa.
Mi voto para Rosa.