jueves, 1 de julio de 2010
La consumación de un golpe de estado (II): Pueblos de primera y de segunda
1 de Julio de 2010 - 12:57:18 - Luis del Pino
Si algo bueno tienen los nacionalistas es que se les entiende todo. De Pujol o de Maragall se podrá decir cualquier cosa, menos que no hayan sido claros en sus manifestaciones acerca de las intenciones reales de los nacionalistas y la prevista evolución del "problema territorial" español. Recientemente, Pujol recordaba una obviedad, que él aplica, por supuesto, a Cataluña: "Un gobierno debe tener proyecto de país y, si no lo tiene, es un mal gobierno". Esa actitud impregna, desde la Transición, la política de los sucesivos gobiernos catalanes, independientemente del partido al que pertenezcan. Impregna, de hecho, las actuaciones de todos y cada uno de los miembros de esa oligarquía política, mediática, financiera y empresarial que detenta el poder en Cataluña.
Pasqual Maragall, debido a sus circunstancias, ha sido quizá el más verborreico, dejándonos perlas como la de que el nuevo Estatuto catalán resolvía el problema territorial para otros veinticinco años (pero no más, por supuesto) o como aquello de que las selecciones deportivas "del resto de España" deberían buscarse un nombre nuevo. Pasqual Maragall, por cierto, ya nos vaticinó cuál sería la resolución de Tribunal Constitucional en su carta de despedida, publicada en La Vanguardia el 30 de mayo de 2007: "El Estatut lo tocarán, pero poco". Clarividente pronóstico, aunque en realidad no resulta extraño: el final del proceso estaba previsto desde que se puso en marcha.
Pero las declaraciones que me interesa comentar son otras. Esta semana hemos tenido otro ejemplo de meridiana claridad nacionalista, con las palabras del republicano Ernest Benach, presidente del Parlamento de Cataluña. Después de conocida la sentencia del Estatuto, ha descrito el problema de fondo de una forma, a mi juicio, imposible de mejorar.
El Estatuto, ha declarado Benach, "era un pacto entre los representantes del pueblo de Cataluña en el Parlament y los de los pueblos de España a través las Cortes", un pacto que había sido "refrendado por los ciudadanos".
No se puede expresar mejor la esencia del problema. Efectivamente, el Estatuto es un pacto alcanzado por la clase política catalana y la clase política española. Con una importante asimetría: el resultado de ese pacto fue sometido a ratificación por parte "de los ciudadanos"... de Cataluña. Pero nadie ha consultado en ningún momento a los ciudadanos españoles, para conocer su opinión al respecto. Hay pueblos de primera, a los que se consulta o cuyo refrendo se busca, y pueblos de segunda, cuya opinión es irrelevante o incluso indeseada.
El resultado ha sido, por supuesto, la puesta en marcha de un auténtico "proceso constituyente " de la Nación catalana, sometido a consulta popular, al mismo tiempo que se "deconstruía" esa otra Nación llamada España, sin que la clase política española se haya dignado a preguntarnos a los españoles si estábamos de acuerdo o no con esa deconstrucción. Una secesión encubierta, decidida y autorizada por nuestros representantes políticos al margen de los procedimientos legales y de espaldas a esos ciudadanos a los que se supone que representan.
Poco importa si la participación de los catalanes en ese "proceso constituyente" fue mínima (sólo 1 de cada 3 electores censados dieron su aprobación al nuevo Estatuto), como también importa poco que el Partido Popular recogiera en su día 5 millones de firmas en contra del nuevo Estatuto, una muestra de rechazo difícilmente superable y que apunta a que jamás se habría autorizado esa reforma constitucional encubierta si se la hubiera sometido a referéndum en toda España.
Lo importante, al final, es que el marco legal resultante de la culminación de ese proceso de reforma estatutaria acaba con la Constitución del 78 por acuerdo interno de la clase política, sin que se hayan respetado los procedimientos de reforma marcados en la propia Constitución. La clase política española ha usurpado así, de forma directa, esa soberanía nacional que, según el artículo 2 de nuestra Carta Magna, "reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado."
El proceso que ha terminado desembocando en el reciente pronunciamiento del Tribunal Constitucional representa así, se mire como se mire, un auténtico autogolpe de estado, destinado a preservar los delicados equilibrios de poder en que se asienta la política española desde hace 30 años. Un golpe de estado palaciego, ejecutado desde el poder, pero golpe de estado a la postre. Porque no se puede definir de otra manera una serie de actuaciones tendentes a subvertir la legalidad constitucional mediante el recurso a la política de los hechos consumados.
Estos politicuchos del tres al cuarto, no respetan ni a la madre que los parió.
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