Alerta Digital
Ismael Medina/Reproducción de sus mejores artículos en AD.- Ya expliqué en otras crónicas que la Leyes Fundamentales del Estado Nacional, una forma de constitución abierta en alguna medida similar a la británica, dejaba la puerta abierta para sucesivas reformas del sistema político, incluso la traslación a uno de partidos políticos. Franco era consciente de su inevitabilidad una vez que muriera. Lo imponían los poderes mundialistas, ansiosos por generalizar en todo el orbe regímenes democráticos convencionales y domesticados, aunque lo fueran sólo en la forma y no en la plenitud de ejercicio.
La máxima preocupación de Franco era que el traslado se realizara progresivamente, de manera pacífica y con un Jefe de Estado permanente como centinela y árbitro. Fue la causa de que se decidiera tempranamente por la forma monárquica en la esperanza de que una buena educación dispensada a su sucesor bloquearía los genes maléficos de los Borbones. Franco, en definitiva, creyó que en la futura e inevitable democratización sería útil la función de una monarquía al estilo británico.
CARRERO NO ERA UN OBSTÁCULO PARA EL POSTFRANQUISMO DEMOCRÁTICO
EL nombramiento del almirante Carrero Blanco obedecía al antedicho planteamiento. Contrariamente a las interpretaciones que proliferaron tras el transacionismo democratizador, la misión encomendada por Franco a Carrero no era la de perpetuar el régimen, sino garantizar un cambio pacífico con el respaldo de las instituciones y de las Fuerzas Armadas en particular. Conviene releer con atención en este aspecto su breve y enjundioso testamento político en el que pedía para el futuro rey la misma confianza de que él había gozado. Fue la causa de que Carrero y su entorno liberalista –son ilustrativas al respecto las memorias de López Rodó, por ejemplo- se dieran durante los últimos años de vida de Franco, con la inestimable ayuda del SECED, al diseño nuclear de los futuros partidos, incluido el llamado socialismo del interior, encabezado por Felipe González. El mecanismo dispuesto lo sintetizaría Torcuato Fernández Miranda con su aseveración de que a la Ley sucedería la Ley, remedo del “atado y bien atado” de Franco del que tan falaces interpretaciones menoscabadoras han proliferado.
Otra enigmática frase de Franco también ha sido objeto de burlescas interpretaciones. Me refiero al “no hay mal que por bien no venga” en ocasión de la muerte del presidente del gobierno, Carrero Blanco, cuyos inductores, partidarios de la ruptura en vez de la reforma, creyeron erróneamente que con su asesinato se hundiría el franquismo y se daría paso a un referéndum sobre monarquía o república, tal y como se había pactado años antes con Juan de Borbón y Battenberg y sucedió en Grecia. Lo expliqué en una lejana crónica, pero conviene recordarlo.
Franco había conocido poco antes que Carrero, tan tenazmente monárquico como antifalangista, había ofrecido su dimisión al Príncipe de España si así lo quería cuando fuese proclamado rey. Franco estaba informado de la frivolidad y los manejos de su sucesor, aunque ya era tarde para dar marcha atrás. El desconcertante nombramiento de Carlos Arias tras el asesinato de Carrero no obedeció a presiones palaciegas como se ha dicho, sino al convencimiento de que defendería con denuedo lo previsto para el cambio del sistema político mediante sucesivas reformas de las Leyes Fundamentales. El célebre “espíritu del 12 de febrero”, patrocinado por Arias, perseguía allanar el camino en esa dirección. Mi gran amigo Luís Jaúdenes, que participó en su redacción junto a Gabriel Cisneros, entre otros, me relató posteriormente el intríngulis aperturista de su elaboración, no otro que el garantizar el deseo de Franco de cambio progresivo y pacífico.
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De la tierra en que yo muera, surgirá cómo una espiga, roja y negra, de la pólvora y la sangre, mi Bandera.
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Ramirista
Consejero Nacional
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Desde: 21/Ago/2005 #3 · Publicado por Ramirista, el 3 de Octubre de 2008 a las 14:13
LA PUERTA ABIERTA AL CAMBIO DE LAS ASOCIACIONES POLÍTICAS
MURIÓ Franco y, tras su solemne e incumplido juramento de fidelidad a las Leyes Fundamentales del Reino, el monarca se dio con empeño a forzar la dimisión de Carlos Arias. Y finalmente lo consiguió al tiempo que se cocían el enjuague y el engaño para nombrar presidente del gobierno a Adolfo Suárez, convencido el monarca de que éste haría lo que él quisiera, como así sería. Se produjo dentro del sistema un golpe de Estado táctico, el cual contó con el respaldo previo del club de Bilderberg, según quedó claro en su reunión extraordinaria de septiembre de 1975 en Palma de Mallorca.
La aprobación por las Cortes de la Ley de Reforma Política y su posterior ratificación mediante referéndum desembocó en la legalización del sistema de partidos políticos, tal y como estaba previsto. Pero convienen algunas precisiones sobre como se fraguó tras las bambalinas.
La inexorabilidad del retorno al sistema de partidos políticos era una convicción generalizada de la que, como he escrito, participaba el propio Franco. Y no sólo se cocinaba a extramuros del régimen. También, y de manera más efectiva, desde su interior, aunque con criterios dispares. Los había, sobre todo desde el acceso de Carrero Blanco a la presidencia del gobierno, que lo preparaban para la creación de partidos que garantizasen el cambio progresivo y pacífico deseado por Franco. Ya lo he explicado en más de una ocasión. Pero los hubo que, incluso con anterioridad, se entendían con los representantes en el exilio de los vencidos en la guerra, incluidos los comunistas. No eran demócratas ideológicamente consistentes, sino políticos ambiciosos, no pocos con biografía de saltarines, que soñaban con aposentarse en los centros de poder una vez derribado o muerto Franco. Algunos de ellos en sus tiempos de embajadores en las naciones más influyentes. Y otros, ex ministros o no, desde posiciones empresariales. Tampoco faltaron los que, desde la proximidad al todavía Príncipe de España o a su padre, negociaron con Santiago Carrillo. Entre éstos, quienes se incorporaron a la llamada Junta Democrática, contrarios a la reforma y postuladores de la ruptura. Un batiburrillo de ambiciones personales al acecho de las oportunidades que les pudiera proporcionar el cambio. ¿Fue en ese periodo cuando algunos de ellos se iniciaron en una u otra ramas de la francmasonería?
NO SE RESPETÓ EL TODOS MENOS LOS COMUNISTAS
LA única condición tajante de Franco respecto del futuro régimen de partidos políticos, o democracia inorgánica, fue que en ningún caso existiera un partido comunista. Y si, como es de sobra conocido, Carrero Blanco era un anticomunista radical, resulta difícil entender que a sus espaldas, o a su sombra, el futuro rey enviara correos para conectar con Santiago Carrillo, tales que el general Díaz Alegría. Ni que López Bravo, a la sazón ministro de Asuntos Exteriores, estableciera relaciones consulares con la Unión Soviética, tomara partido por la China comunista frente a la de Taiwán y algunas otras aproximaciones diplomática de parejo cariz. Hombre inteligente como era López Bravo, no podía ignorar que la existencia en España de consulados del otro lado del “telón de acero” serviría de plataforma para que sus agentes favorecieran al aparato comunista del interior que dominaban las ilegales Comisiones Obreras y contaba con nada ocultos apoyos en ambientes intelectuales e incluso católicos filiados a las teorías postconiliares, a la Teología de la Liberación y, por supuesto, al taranconismo.
¿Formaba parte ya del deshielo de la “guerra fría” que unas décadas más tarde desembocaría en el desfondamiento de la URSS? ¿O acaso interpretaron como opción estratégica de política exterior el consejo que Franco diera a monseñor Cirarda durante el Concilio Vaticano II?
Días atrás, José Francisco Fernández de la Cigoña incluía en su blog un breve y hábil obituario de monseñor Cirarda. Uno de los comentarios que suscitó, sin duda alguna escrito por buen conocedor de los entresijos político-eclesiales, relataba que en ocasión de un encuentro en El Pardo con monseñor Cirarda, Franco le aconsejó que en el Concilio no condenaran el comunismo, sino el materialismo y el ateísmo. Así sucedió, aunque no creo que influyera este recado de Franco, el cual venía a decir que la condena del comunismo era materia que correspondía al poder político y a la Iglesia lo que contravenía los valores morales y su ortodoxia. La condena del materialismo y el ateismo no sólo afectaba al marxismo y sus derivados, sino a cualesquiera otras ideologías que los practicaban y difundían desde otras ópticas.
LOS HIJOS DEL FRANQUISMO Y LA REVOLUCIÓN DEL 68
LA revolución del 68 en París, un gran fiasco ideológico protagonizado por universitarios de origen burgués convertidos años después en clase dirigente capitalista o pontífices de un progresismo deshuesado, se benefició, no obstante, de una gran resonancia mediática y del proclive altavoz de intelectuales con gran predicamento en la izquierda. Fue un producto político de exportación del que se hicieron propagadores incendiarios numerosos profesores universitarios y de otros niveles educativos y del que se prendaron multitud de estudiantes que mimetizaron asimismo la moda desgarbada y anarcoide de la protesta norteamericana nacida en Berkeley.
Apuntaba Martín Prieto en “El Mundo” que no sólo bastantes políticos del centroderecha tuvieron padres franquistas de relieve. También numerosos dirigentes socialistas y de otras izquierdas anteriores y actuales provenían de familias franquistas más o menos relevantes o profesionalmente acomodadas al régimen y que gracias a su posición familiar, pudieron estudiar y doctorarse en en las más elitistas universidades norteamericanas y europeas. Una realidad innegable que explica el esfuerzo exasperado de unos y otros en hacer a Franco culpable de todos los males y en ocultar que la presunta democracia presente heredó una España moderna, económica y socialmente avanzada.
LOS BALBUCESO DEL CAMBIO
ERRARON quienes indujeron a ETA para que asesinara a Carrero Blanco, aunque a la postre sirviera ETA de pantalla para desviar la atención de los que realmente volaron su automóvil con una precisión y potencia explosivas muy afinadas. Carecían asimismo de realismo político aquéllos que acusaban a Carlos Arias de ser una barrera para el tránsito a la democracia de partidos. El mecanismo hacia una traslación cautelosa, como pretendía Franco, había comenzado años antes, bajo la dirección de Carrero Blanco y era imparable. Los instigadores principales de las arremetidas contra Carlos Arias perseguían forzar su dimisión para dejar al monarca libre de ataduras y convertir la reforma progresiva en ruptura encubierta. En autogolpe de Estado.
Al mecanismo de liberalización económica iniciado por los tecnócratas con el Plan de Desarrollo se uniría el político, aunque de manera más o menos cautelosa y entrecortada. La primera iniciativa en este sentido fue la elección popular en las circunscripciones provinciales de los procuradores en Cortes del tercio familiar. Se produjo al propio tiempo una marcha hacia la europeización que culminó en el acuerdo preferencial con la Comunidad Económica Europea logrado por Ullastres, muy ventajoso para España. Incluso más que luego con integración en la misma en tiempo del gobierno Calvo Sotelo. El primer gobierno de Carlos Arias promulgó en 1974 la Ley de Asociaciones Políticas. Configuraba un primer reconocimiento de los partidos políticos, aunque formalmente en el seno de la Secretaría General del Movimiento. Hay quien sostiene que el reconocimiento de las asociaciones políticas equivalió a un golpe de Estado táctico, aunque en realidad se trató de una reforma facilitada por la Leyes Fundamentales. Carlos Arias declaraba en enero de 1976 su creencia en la virtualidad y conveniencia de dicha reforma y su decisión de hacerla firme en el plazo más breve posible.
Y en este punto conviene un inciso destinado a recordar que bajo el manto unificador del Movimiento Nacional, surgido del Decreto de Unificación de 1937, convivían , conservando sus señas de identidad, las fuerzas políticas que se habían unido al alzamiento de julio de 1936 contra la sovietización de España. Las Apuntaciones de Antonio Castro Villacañas sobre los gobiernos de Franco confirman que éstos eran en realidad de coalición cuyo equilibrio se ajustó en cada momento a las circunstancias internas y a exigencias de política internacional.
LOS MUÑIDORES DE LA RUOPTURA DESARBOLARON LAS PREVISIONES
EL esquema de partidos para el postfranquismo diseñado en tiempos de Carrero Blanco se ahormaba, como ya expliqué, sobre dos grandes partidos, uno de corte gaullista, es decir, neofranquista, y otro socialista del interior de corte socialdemócrata, a los que darían crédito democrático Fuerza Nueva, por la derecha, y alguna minoría pseudomarxista, como la de Tierno Galván, por la izquierda. Pero la Ley de Asociaciones Políticas de Carlos Arias provocó una floración de pequeños partidos conservadores, reformistas, liberales, progresistas y veladamente radicales promovidos por personajes que, en su mayoría, habían jugado provechosamente sus cartas en el seno del franquismo.
Unión del Pueblo Español, presidido por Adolfo Suárez, agrupaba en su dirección a un buen número de ex ministros y personajes conocidos del Movimiento Nacional, del que Suárez se erigiría en secretario general una vez desparecido Herrero Tejedor. Aparecía como el partido dominante que capitanearía la transición tranquila hacia una convencional democracia parlamentaria de partidos Se daba por seguro que tendría tras de sí una masa consistente de los votos de lo que luego se dio en llamar el “franquismo sociológico”. Se presumía, asimismo, que, conforme al esquema de Carrero Blanco y a los deseos del monarca, el PSOE encabezado por Felipe González (el socialismo del interior nacido en el seno del régimen y desprendido del socialismo histórico en el exilio), acapararía los votos de la izquierda y cumpliría la función de partido de alternativa en el gobierno. Una réplica a la sueca que atraía a Juan Carlos I desde años antes de la muerte de Franco y que consideraba esencial para la consolidación de la monarquía.
La multitud de los otros y minúsculos partidos emergidos al socaire de la Ley de Asociaciones estaban irremisiblemente destinados al fracaso electoral, a su absorción por los partidos dominantes o a una función parlamentaria de merco acompañamiento minoritario. La peor parte se la llevaría Falange Española de las JONS, reconstituida bajo la dirección de Raimundo Fernández Cuesta y Manuel Valdés, una vez que su posible base electoral la acaparaba Unión del Pueblo Español y al propio tiempo se la disputaba Fuerza Nueva que torpemente había asumidos los signos externos derivados del Decreto de Unificación de 1937. Esa otra Falange testimonial, desprovista de cobertura oficial y enrocada en un retorno a los orígenes en vez de definir una opción ideológica de futuro, no tardaría en sufrir excisiones más o menos puristas, favoreciendo el juego “democrático” que precisaba enarbolar el coco de un extremismo presuntamente de ultraderecha en el que justificarse.
COMIENZA EL BAILE DESEADO POR EL MONARCA
RESULTARÍA enojoso enumerar los más de doscientos partidos que emergieron en aquel periodo. Aludiré si acaso a los que integraron el Partido Popular, nacido en noviembre de 1976. Su germen estaba en el en el grupo democristiano que firma publicaba sus artículos en el diario “Ya” bajo la firma colectiva de Tácito. Paradójicamente, y muestra de la confusión ideológica que prevalecía, el citado Partido Popular lo encabezaban José María de Areilza y Pío Cabanillas que de democristianos tenían lo que yo de budista. Dos marrajos políticos con brillante trayectoria durante el régimen de Franco y encaramados al gobierno Suárez (Partido Popular que tras el congreso de febrero de 1977 se convertiría en Centro Democrático), el primero saltimbanqui político descarado y el segundo sinuoso como una serpiente, casi siempre tras de Manuel Fraga, pero que al propio tiempo había montado un eficaz grupo político-financiero del que, entre otros, formaban parte el incombustible Rodolfo Martín Vila y Juan José Rosón. Pero el Centro Democrático, en el que el Partido Popular había perdido sus señas de identidad democristianas, comprendió que su viabilidad electoral era harto limitada sin pactar con Suárez.
El monarca deseaba desarbolar el neofranquismo implícito en Unión del Pueblo Español y disponer de un partido de masas bajo su control. Lo satisfizo mediante una doble operación conjuntada: el engaño al Consejo Nacional del Movimiento para hacer a Suárez presidente del Gobierno; y su escapada de la presidencia de Unión del Pueblo Español para crear y encabezar un partido propio. Así nacería el Centro Democrático, luego Unión de Centro Democrático, en el que se integrarían otros pequeños partidos, algunos de ellos, como el de Francisco Fernández Ordóñez, de un sedoso y oportunista teñido socialdemócrata.
El monarca se valió de Torcuato Fernández Miranda, estudioso y admirador de Maquiavelo, para llevar a Suárez a la presidencia del gobierno. No lo ocultó tras la reunión del Consejo Nacional que componían, por este orden de votos, Federico Silva Muñoz, Gregorio López Bravo y Adolfo Suárez. Dijo a los periodistas: “Estoy en condiciones de ofrecer al Rey lo que el Rey me ha pedido”.
Muchos ignaros de la personalidad de Suárez se han preguntado por la confianza extrema que el monarca depositó en Suárez, de quien Trías Segnier ha recordado que nunca había escrito una cuartilla a lo largo de su vida política. Pues por eso precisamente. Había prestado determinados servicios en las escapadas de tapadillo al Palacio de Riofrío del entonces Príncipe de España cuando era gobernador civil de Segovia. Y como a un Borbón no se le puede negar olfato, aunque sea corto de inteligencia, Juan Carlos caló a Adolfo Suárez y comprendió que era el el que mejor podía servirle como correa de transmisión de su estrategia “democratizadora”.
Sin entrar en un detallado relato de otros entresijos de la sucesión de golpes de Estado tácticos y técnicos, que desembocarían el el golpe de Estado constitucional, y para una mejor comprensión de todo lo antedicho, concluiré esta segunda entrega cnn una relación cronológica de los hechos más significativos.
CRONOLOGÍA DEL GOLPE DE ESTADO CONTÍNUO
CARLOS ARIAS NAVARRO consagra en febrero de 1974 el proceso reformista con la proclamación de lo que se dio en llamar el “espíritu del 12 de febrero”.
Diez días más tarde el obispo Añoveros se enfrenta al gobierno con una proclama vasquista que sería aprovechada para deteriorar la imagen de Carlos Arias.
En septiembre de 1975 el Consejo de Ministro aprueba por unanimidad la sentencia judicial de condena a muerte de varios terroristas de ETA y el indulto de otros, que el Jefe del Estado firma. Se desencadena una gran campaña internacional contra el régimen muy similar a la que se registró más de medio siglo antes el fusilamiento del anarquista y masón Ferrer.
A finales de noviembre de ese mismo año, Franco ya seriamente enfermo, el monarca marroquí, con el respaldo norteamericano, movido por Armand Hamer que perseguia el control de los fosfatos de Fos Bucraa, realiza la Marcha Verde para apropiarse el Sahara Español. El gobierno desoyó la orden del Franco en el último y dramático Consejo de Ministros que presidió a despecho del consejo médico, de que se defendiera el Sahara aunque costara una guerra.
El 20 de noviembre muere Franco en la Residencia La Paz, de la seguridad Social y Torcuato Fernández Miranda tranquilizó con su frase de “después de Franco, las Instituciones”.
Dos días después de la muerte de Franco juró Juan Carlos de Borbón y Borbón como Rey las Leyes Fundamentales del Reino. Santiago Carillo, por cierto, le apodó Juan Carlos el Breve, aunque no mucho después se incorporaría al sistema sin reservas.
El monarca confirma a Carlos Arias como presidente del gobierno, en cuya remodelación entran Areilza, Garrigues y Manuel Fraga, éste como ministro de Gobernación, que de inmediato se daría a entrevistas con dirigentes de la izquierda y a contactos con el PCE.
En enero del 76 se prorroga la legislatura de las Cortes y se promulga la Ley de Reunión y Manifestación que elimina las cortapisas hasta ese momento vigentes.
Adolfo Suárez, en su condición de Secretario General del Movimiento, defiende en las Cortes por el procedimiento de urgencias el proyecto de Ley de Asociaciones Políticas mediante la que se desplazan al ministerio de Gobernación las competencias que correspondían de la Secretaría General del Movimiento.
Juan Carlos I se desplaza a los USA en esos mismos días y ante las Cámaras norteamericanas pronuncia un discurso aperturista que pone en evidencia la política seguida por el presidente del gobierno. Es indudable que había pactado el respaldo de la Casa Blanca.
Pocos días después del regreso de Washington el monarca exige a Carlos Arias su dimisión. Se esperaba, sobre todo él, que lo sustituyera por Areilza. Pero nombra a Suárez por el procedimiento ya descrito.
Un mes más tarde se aprueba la reforma del Código Penal en los artículos que condicionaban la plena aplicación de la Ley de Asociaciones Políticas.
Suárez se entrevista en septiembre con Felipe González y Tierno Galván y justifica la apertura hacia la izquierda con aquello de “elevar a la categoría de normal a lo que a nivel de la calle es completamente normal”. Y de inmediato encomienda a Torcuato Fernández Miranda, Alfonso Osorio y Landelino de la Villa la preparación de la Ley de Reforma Política, de la que Cavero diría: “Una ley de transacción para la transición”. O sea, ruptura enmascarada de reforma legal.
Las Ley de Reforma Política la aprueban las Cortes por 425 votos a favor, 59 en contra y 3 abstenciones. No es cosa de explicar los entresijos de que condujeron a tal y sorprendente resultado. Si acaso anotar que el monarca se valió de influyentes personajes del anterior régimen, a los que engañó con garantías de se respetaría el legado de Franco, para cambiar en afirmativo el voto de un gran número de procuradores que podrían hacer naufragar la Ley. Lucas Verdú la calificaría de “octava Ley Fundamental”. Y García San Miguel lo aclararía aún más al sostener que el régimen, sin romper formalmente con su propia legalidad y sin perder el control del proceso en ningún momento se transformó en una democracia. Se registró, en definitiva un autogolpe de Estado.
El 15 de octubre de 1977 se publica en el BOE la Ley de Amnistía que alcanzaba a todos los condenados por delitos políticos durante el régimen de Franco. No eran muchos los que estaban en prisión, casi todos ellos en la galería 3 de Carabanchel. También se benefició a los terroristas etarras, a los cuales se les trasladó fuera de España en aviones militares con el regalo añadido de 200.000 pesetas. Se dijo que habían matado por un excesivo amor a la libertad y la democracia. Se pensaría que al tratar a estos criminales como presos políticos se acabarían los atentados. Pero el efecto fue el contrario al presumido. El bandolerismo etarra entendió que se trataba de una muestra de debilidad del Estado y pronto se dio a un intensivo derramamiento de sangre. La Ley de Amnistía, sin embargo, respondía en parte a otras claves. Por ejemplo, cerrar la instructoria por el asesinato de Carrero Blanco, muy avanzada y a punto de descubrir el centro político de inducción del magnicidio. Se trataba, sin duda, de un golpe de Estado técnico para preparar los que luego sobrevendrían.
El 15 de diciembre de ese mismo año se votó el referéndum de la Ley de Reforma Política. El PSOE y la Coordinadora de Organizaciones Sindicales pidieron la abstención. Fue aprobada por el 94,1 % de los votantes. Alguien escribió a la vista de tan aplastante resultado que la sociedad no deseaba la ruptura propugnada por la izquierda. El PSOE, sobre todo, tomaría buena nota.
A partir de ese momento el gobierno Suárez se dio a una frenética acción de desmantelamiento de lo que aún supervivía del régimen suplantado. En el espacio de pocos meses promulgó 38 decretos-leyes de desmantelamiento institucional al margen de las Cortes. Entre ellas, la muy significativa de restauración de las Cortes Generales de Guipúzcoa y Vizcaya, tal y como se había convenido en la reunión de Munich de 1962. También, por supuesto, la Ley Electoral. En no pocos aspectos se retornaba, aunque bajo régimen monárquico, a la situación previa a las fraudulentas elecciones de febrero de 1936. Sin duda alguna, otro autogolpe de Estado bajo apariencias de legalidad.
Quedaba por resolver el espinoso problema de la ya pactada legalización del partido comunista. Era imprescindible arbitrar una justificación. Y fue el 24 de enero de 1977 cuando se registró el sangriento atentado contra el despacho de abogados laboralistas (en realidad una cobertura del PCE y de Comisiones Obreras) de la calle de Atocha. El atentado y el entierro multitudinario de las víctimas sirvió a Suárez de pretexto para la ya convenida legalización del PCE, sin consultar a sus ministros, para la que aprovechó el Sábado Santo, cuando la mayoría de quienes podían oponerse disfrutaban de vacaciones. El atentado se atribuyó a la extrema derecha, a uno de cuyos grupos pertenecían los autores materiales, de inmediato localizados y detenidos, salvo uno. Eran de sobra conocidos, pues dos días antes del atentado se había entrevistado su cabecilla en la cafetería Dólar con dos agentes del CESID, apodados Barco y Barber. Precisamente un terrorista italiano, detenido años después en su país y al que se incautó la metralleta Ingram de la que en realidad partieron los disparos que ocasionaron la mortandad, aunque la indagatoria policial y judicial obviara las pruebas. El número de dicha Ingram correspondía a una registrada como perteneciente al CESID. Todo induce a sospechar que se trató en realidad de un crimen de Estado cuyo objetivo era la legalización del PCE. No es cosecha mía. Lo sugirió un airado Manuel Fraga
Otro dato de indudable alcance se registró 15 de junio de 1977. Me refiero la muy bien escenificada y solemne renuncia de don Juan de Borbón y Battenberg de sus derechos dinásticos a favor de su hijo Juan Carlos I. Suponía en realidad un acto de ruptura con la legitimidad del Rey de España proveniente de la Ley de Sucesión de 1969, aprobada en referéndum. Lo percibió con claridad Torcuato Fernández Miranda que no tardó en presentar su dimisión. Consideró que aquel acto otorgaba carta de naturaleza a una legitimidad dinástica del monarca ajena al ordenamiento jurídico del régimen de Franco del que provenía y dejaba sin sentido todo lo realizado hasta entonces. Juan Carlos I aceptó complacido la renuncia de Fernández Miranda. Lo había usado y no le era necesario.
Las elecciones generales partitocráticas se celebraron el 15 de junio de 1977 con propósito de cumplir “el compromiso contraído de reintegrar al pueblo su soberanía y para reanudar el tracto constitucional roto en julio de 1936”. Una falacia, una vez que en vez de enlazar con la II República, se trataba de una monarquía parlamentaria equivalente a la subvertida tras las elecciones de abril de 1931.Y aún más si se toma en consideración la forzada renuncia del que para los monárquicos seguía siendo Juan I. España vivía inmersa en un golpe de Estado permanente.
De cara a las elecciones se registró una acelerada reagrupación a izquierda y derecha de la multitud de partidillos personalistas existentes, persuadidos sus cabecillas de que por sí solos no lograrían escaños. Las denominaciones llamadas a competir con posibilidades de mayor o menor éxito encubrían en realidad federaciones ocasionales que, como se comprobaría en adelante, estaban aquejadas de debilidad interna de origen y propicias por ende a fenómenos de ruptura interna o excitados desde fuera
Otro paso más de la historia de este país. Quien no recuerda su historia, puede volver a repetirla.
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