El Mundo
Produce una sensación desagradable enterarse de que el terrorista Valentín Lasarte va a ser trasladado a la cárcel de Nanclares en días como estos, tan equidistantes entre los aniversarios de sus víctimas. Hace ocho días se cumplieron 16 años del asesinato de Gregorio Ordóñez. El domingo se cumplirán 15 del atentado mortal contra Fernando Múgica.
Entendámonos. La política de dispersión y aislamiento de los presos fue puesta en marcha por Enrique Múgica cuando fue ministro de Justicia. Tenía como objetivo romper la cohesión de la banda terrorista en el frente de makos y separar a los duros de los blandos, por expresarlo en lenguaje convencional. No creo, por otra parte, que las víctimas del terrorismo deban ser quienes definan y gestionen la política carcelaria.
Sí creo, en cambio, que el Gobierno debe mantener informadas convenientemente a las víctimas de cualquier trato de favor que afecte a los victimarios de sus parientes, pero hay algo que supone una contradicción insoportable en este asunto. Lasarte, que incumplió la directriz de ETA prohibiendo a sus presos que solicitaran beneficios penitenciarios, ha firmado la carta, un formulario con los cuatro puntos que Interior les exige para su acercamiento: rechazar la violencia, pedir perdón a las víctimas, hacer frente a las indemnizaciones y colaborar con la Justicia.
Ah, el perdón, qué gran asunto con aromas de sacristía y confesionario, pero al gusto socialdemócrata, sustituyendo el dolor de contrición y quizá el cumplir la penitencia por un trámite administrativo que resuelve Instituciones Penitenciarias. No sé cómo lo verá el titular del Departamento, pero parece llevar muy lejos la idea de la ventanilla única que los asesinos puedan tramitar ante Interior el perdón de sus víctimas, sin que éstas sean informadas del hecho. Ojos que no ven.
Ya habrán entendido que Valentín Lasarte no ha escrito carta alguna a Mapi de las Heras o a sus hijos; a Ana Iríbar ni a los parientes de Olarte, Mariano de Juan, Olaciregui, José Antonio Santamaría y Enrique Nieto, una carta en plan: aborrezco lo que fui, el peso de mis crímenes será un cargo de conciencia mientras viva, algo, en fin, que pudiera ser tomado como algún indicio de arrepentimiento. Hay más bien orgullo de casta. Su padre siempre se había considerado «muy orgulloso de él, porque ha sido un chico muy majo… Él tendrá sus ideas y sabrá lo que ha hecho, si es que lo ha hecho, claro».
Tampoco el Ministerio del Interior se ha puesto en contacto con esas víctimas cuyo perdón tramita para informarlas de nada. ¿Qué tal si el asunto lo solventáramos en un reality show? Un apasionante cara a cara entre una víctima y su verdugo, para que éste pida perdón en público, y aquella perdone, claro, salvo que quiera echarse encima las iras del respetable, siempre tan aficionado al happy end. Este es el arranque de Cinco minutos de gloria, interesante película irlandesa de Oliver Hirschbiegel. Qué gran asunto para que Jorge Javier Vázquez pueda mantener con toda propiedad el título de su Sálvame de luxe, para cuando el stardust de Belén Esteban caiga sobre los televidentes como escamas de ceniza.
Esto lo que produce es asco, como y hasta donde pueden llegar los políticos en sus ansias de no dejar el sillón.
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