El Mundo
Leña al mono. Esa parecía ser la consigna del Gobierno durante el largo puente de la Inmaculada.
La situación económica era dramática. El sábado estaba previsto celebrar un Consejo Europeo, al que Zapatero dio prioridad. El jueves, el presidente mantuvo una larga y dura conversación con Angela Merkel. Había que hacerle entender que España estaba dispuesta a hacer sacrificios, pero que Alemania debía poner de su parte. Acordaron fijar una cumbre hispano alemana para lo antes posible, a principios de enero. Afortunadamente, el efecto de las medidas y la decisión del BCE de comprar deuda irlandesa y portuguesa relajaron la tensión sobre la española, y la Bolsa comenzó a recuperarse del batacazo de los últimos días de noviembre.
El viernes, Consejo de Ministros. Parecía que el pescado estaba vendido. Las medidas de ajuste, entre las que se incluía la privatización de una parte de Aena y la supresión del subsidio a los parados de larga duración, escondían una bomba de relojería que iba a estallar poco después, justo cuando cientos de miles de personas se disponían a disfrutar del superpuente.
La bomba consistía en la regulación expresa y precisa del horario de los controladores aéreos, incluida en el decreto de medidas económicas y de la que nadie se percató. Ni de la que la ministra Salgado dio cuenta en la rueda de prensa. ¿Olvido? ¿Despiste?
Pasadas las cinco de la tarde, a las redacciones de los medios empezaron a llegar noticias de retrasos en los vuelos, acumulación de pasajeros en las terminales. ¡Otra vez los controladores! ¡Y esta vez en pleno puente! ¡No hay derecho!
¿Por qué? La razón era que el Gobierno aclaraba, vía decreto, que las horas de navegación a las que están obligados los controladores no incluían ni las destinadas a formación, ni las sindicales, etcétera. De esa forma, una parte importante del colectivo (casi un 40% en Madrid; más de un 60% en Palma de Mallorca) que tenía previsto concluir su horario anual en pleno mes de diciembre, veía cómo su jornada se prolongaba sin remedio.
El colectivo reaccionó de forma salvaje. Centenares de controladores abandonaron su puesto de trabajo, sin declaración de huelga, sin previo aviso, sin pensar en las consecuencias, dejando tiradas a miles de personas, arruinando el descanso de muchos ciudadanos que no tienen nada que ver con la disputa entre unos profesionales privilegiados y un gobierno acorralado.
El Gobierno sabía que la cosa se iba a poner fea, por eso tenía redactado desde por la mañana el decreto de militarización. Por eso el personal de la Fuerza Aérea estaba ya en alerta.
Donde la mayoría vimos un problema, Blanco vio una oportunidad. Una ocasión de oro para demostrar fortaleza, para decir aquí estoy yo. Y qué mejor forma de hacerlo que atizarle a unos niños bonitos que ganan de media más de 200.000 euros al año, que trabajan poco y que han utilizado su profesión como un coto privado. ¡Leña al mono!
La llegada de los militares a las torres de control en la noche del viernes no fue suficiente para sofocar la rebelión. A pesar de que el número dos de Defensa, Constantino Méndez, les amenazó incluso con la incautación de sus bienes, un grupo de irreductibles seguía aferrado a la insumisión.
Finalmente, el sábado no se celebró el Consejo Europeo por el que Zapatero anuló su asistencia a la Cumbre Latinoamericana, aunque sí una multiconferencia con líderes europeos, preparatoria de la reunión de ministros de Economía que tuvo lugar el martes. Eso sucedía en la misma mañana en la que el Gobierno se reunió de forma extraordinaria, con Rubalcaba ejerciendo de mariscal de campo, para aprobar el estado de alarma (por primera vez en democracia) por el que los controladores se convierten en personal militar y, por tanto, sometidos a su Código Penal.
El tráfico aéreo se normalizó, bien es verdad que manu militari, y, en principio, la operación fortaleza-contra-privilegios le salió bien al Gobierno. ¡Por fin, unas horas de respiro!
Sin embargo, a medida que pasaban las horas, las dudas sobre la actuación del Ejecutivo van en progresivo aumento. En su esperada comparecencia del jueves en el Congreso, Zapatero incidió en los mismos argumentos: estado de necesidad, pulso al Gobierno, privilegios, legalidad, situación sobrevenida por un convenio infumable de 1999 (época Cascos), etc.
Pero no aclaró las dudas más importantes.
Empezando por el principio, la situación de privilegio de los controladores no tiene su origen en el convenio de 1999, sino en la ley que dio origen a la creación de Aena (1990, época Borrell), por la que se dio opción a los controladores -hasta ese momento funcionarios de pendientes de la Dirección General de Aviación Civil- de pasar al régimen laboral, lo que aceptaron con unas prebendas elevadísimas.
El Gobierno no estaba abocado a la militarización o al estado de alarma, como se ha dicho. Tanto el Estatuto de los Trabajadores como el propio convenio de los controladores prevén el despido disciplinario por abandono de servicio. Aena podía haber despedido el mismo viernes a los cabecillas y haber abierto expendiente al resto de los amotinados.
La borrachera de decreto (Blanco) y la militarización como consecuencia del estado de alarma (Rubalcaba), como ha puesto de manifiesto brillantemente Enrique Gimbernat, tienen una base jurídica muy débil. Los controladores, a los que no les van a faltar buenos asesores, tienen muchas posibilidades de ganar la batalla legal al Gobierno.
En una democracia, hasta los delincuentes, cuando no los privilegiados, también tienen derechos. El Gobierno, que ha actuado con una gran dosis de oportunismo, ha ganado una escaramuza, pero está a punto de perder otra gran batalla.
Este, es el dúo sacapuntas, pero como se descuide pepiño, lo engaña como a todos los españoles.
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