domingo, 28 de noviembre de 2010
La sopa que nos enfrió ETA
PEDRO SIMÓN / Sevilla
El Mundo.
Al día siguiente iba a ser el cumpleaños de la hermana Mariola, la lluvia de caramelos de los siete años cayendo en casa como bandada de gorrión y el ponerse a botar en la cama con tanto invitado.
Así que, en cuanto salieron del colegio Veracruz de Vitoria, la madre se llevó a media tarde a las dos pequeñas a por el saco de piruletas. Así que hicieron los deberes, se ducharon y fueron a la cocina felices juntos por última vez. Así que, de improviso, cuando madre iba a cerrar el cuento, llegaron por anticipado a la fiesta de Mariola unos tipos que no tenían ni invitación.
De la media hora que estuvieron en casa, queda este thriller, el de una terrorista encañonando durante 30 minutos a una madre y a tres hijos en la cocina, todos juntos observándose en 20 metros cuadrados. Y la imagen de la niña del cumpleaños, ajena al frío, pidiendo por favor-por favor que aquella pistola fuera de juguete.
Al filo de la medianoche tendría la respuesta: ETA le pegó dos tiros en la nuca al padre un 29-S de 1980. Dejaron el cadáver de José Ignacio Ustaran, perito tasador y miembro del comité ejecutivo de UCD en Álava, en la puerta de la sede del partido. Éste es el relato de la última cena.
- Hola, buenas. ¿Vive aquí el señor Ustaran?
- Sí, es aquí.
- Vengo a traerle un paquete.
«Atendió mi madre. Subió una chica de veintipocos con un pañuelo en el pelo. Le abrió la puerta y le dijo que pasara. Cuando lo hizo, salieron dos chicos de detrás de ella y entraron. Los chicos fueron al despacho de mi padre, y la chica nos metió en la cocina a mi madre, a mi hermana Mariola y a mí. Cuando supieron que mi hermano José estaba en su habitación, fueron también a por él y lo trajeron con el resto a la cocina. Fue José, al pasar por el despacho de mi padre, quien lo vio tirado en el suelo. Encañonado. Mientras le gritaban. Así que allí estábamos ya todos en la cocina menos mi padre».
Había un reloj lentísimo que tras cada tic dejaba escapar un tac, tres niños con la cuchara en el aire y una sopa fría delante, y una chica con pistola que saltaba de unos ojos a otros.
De José y sus 13 años, Rocío recuerda que estaba «blanco» como la cal, y que calló y no dijo lo del padre encañonado en el despacho para no asustar, y que era de buen comer pero no quiso probar bocado. De Mariola recuerda sus seis años de preguntona. De sí misma y sus 10 años, recuerda el silencio: «Tú cena, Mariola». De la madre, una frase machacona: «Se han equivocado de persona». De la chica etarra que agarraba la pistola, aquel pulso de pandereta.
Se llevaron a empellones al padre. No le dejaron despedirse. Cortaron el teléfono y le dijeron a la madre que no avisara a la policía antes de dos horas. Al poco tiempo la casa se fue llenando de gente.
«Poco antes de medianoche estaba yo con mi hermana mayor, Esther [15 años], que vino al poco tiempo de que se llevaran a mi padre. La única que dormía era la pequeña. En eso oímos un grito tremendo de mamá y la pequeña se despertó. Mamá llegó a la habitación, nos juntó a los cuatro hijos. Se arrodilló llorando para ponerse a la altura de Mariola. Nos dijo: 'Papá se ha ido al cielo'».
Aquel funeral-cumpleaños de papá y Mariola del día siguiente fue una cosa bien extraña. En medio de la triste consternación, la pequeña de la casa repartía cafés imaginarios con una vajilla de plástico que alguien le regaló. En ese momento la madre decidió que dejarían el País Vasco.
«Mi infancia se acabó ese día. Lo pasé terrible en los años siguientes. Tenía miedo a salir a la calle, a los desconocidos, me despertaba de noche, para dormir me tenían que dar la mano, y me llegué a montar la película de que no había muerto», señala Rocío, hoy madre de cuatro hijas. «La vida nos cambió mucho. De vivir en Vitoria pasamos a vivir en Sevilla. Cambiamos de nivel económico, de colegio, de sueños... Con cuatro hijos, sin pensión digna, mi madre tuvo que ponerse a trabajar en una caja de ahorros, a la vez que vendía lotería y productos por catálogo. En Sevilla yo no decía que mi padre estaba muerto. Decía que lo habían trasladado».
Las veces que lo ha vuelto a ver ha sido gracias a la cámara Súper 8 con la que siempre grababa el padre. A Rocío le sale un vasco tranquilote, de esos del campo y del buen comer, el hombre que la llevaba -sólo a ella, la que estudiaba solfeo- al ciclo de música clásica. Ahí está, mírenlo, la típica proyección granulada de los 70 en la que José Ignacio sale tirándole un palo al perro para que vaya a buscarlo.
«No sé aún quiénes lo mataron. Hoy deben rondar los 50 años, tendrán familia, trabajo, a lo mejor los conocemos todos, a lo mejor no. No sé si es el tipo que vive una calle más allá. No sé si leerán esto».
Por más vuelta que le da, sólo queda aquel rastro borrado: el del concejal de HB compañero de la madre -que era electa por UCD-, merodeando por la casa una semana antes. Y eso que vivía en la otra punta de la ciudad.
Han pasado 30 años, Rocío tiene acento del Betis y Sevilla no es el País Vasco, pero hay bombas lapa en los bajos del día a día, preparadas para reventarle a una la mañana.
Le pasó hace poco. Fue a una oficina de Correos, puso sobre la mesa el paquete postal, dio los datos de Vitoria y desenvolvió su apellido Ustaran, que cayó sonando como txistulari. El funcionario se repantigó jacarandoso en el asiento de ruedas.
- Ah, una vasca... Los vascos de las narices, los de la ETA... A ver si recortan el mapa y los tiran a todos al mar.
Rocío se iba a callar. Pero por ahí pasaron en un soplo los 30 minutos de la cocina. Las imágenes del padre tirándole un palo al perro. El llanto de mamá arrodillada en el suelo frente a Mariola.
- Pues mire usted...
- ¿Qué? A ver, ¿qué? ¿qué?
- ...a mi padre lo mató ETA.
Y se dio la vuelta y se fue.
Y en el remite aquel caben hoy los cinco de la foto.
Y allí en Correos quedaron un funcionario con aire de muerto y un padre resucitado.
Pues con todo esto, aún les queda a los que dicen ser políticos, el que hay que hablar con los presos y eta....., váyanse a la m...............
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