domingo, 20 de marzo de 2011

Los aliados atacan a Gadafi con el apoyo aeronaval de España (Y sin que se haya votado en el Parlamento)


JAVIER ESPINOSA Bengasi (Libia) / El Mundo
Enviado especial

Cazas franceses destrozan sus blindados en Bengasi, EEUU lanza 112 Tomahawk y los Tornado británicos inutilizan las baterías antiaéreas
Trípoli denuncia que los aliados han bombardeado áreas civiles de la capital y de otras ciudades, y varios depósitos de crudo en la localidad en Misrata
Zapatero afirma que España colabora con cuatro cazas F-18, dos aviones de apoyo, la fragata 'Méndez Núñez' y el submarino 'S-74 Tramontana'

Zapatero embustero

El doctor Mohamed Binnur repitió la misma pregunta que ya había escuchado este periodista casi una docena de veces. «¿Cuántos muertos necesita Occidente para reaccionar?». Lo hacía frente a las truculentas imágenes que se sucedían en la morgue del hospital Yala de Bengasi, la capital rebelde libia.

Pocas horas después, el presidente francés, Nicolas Sarkozy, realizaba una declaración al término de la Cumbre de París en la que se debatió la aplicación de la resolución del Consejo de Seguridad de la ONU sobre Libia.

«Francia está decidida a asumir su papel ante la Historia», sentenció el mandatario galo, poniéndose al frente de las operaciones de los aliados. Estados Unidos lanzó 112 misiles Tomahawk contra 20 objetivos en Libia y los Tornado británicos inutilizaron las baterías antiaéreas. Mientras, cazas franceses destruyeron blindados del dictador Gadafi, que estaban participando en el ataque a Bengasi, donde se vivieron escenas de horror y se sufrió una violenta batalla que dejó decenas de muertos. La ciudad pagó con sangre el retraso de la intervención internacional y sufrió la maquinaria bélica del coronel.

El presidente del Gobierno español, José Luis Rodríguez Zapatero, dio su apoyo aeronaval a Nicolas Sarkozy y detalló que España colaborará en el freno al sátrapa libio con cuatro cazas F-18 y dos aviones de apoyo, así como una fragata y un submarino.

La morgue del hospital Yala de Bengasi estaba repleta de cadáveres. Algunos eran mera piltrafa humana. Uno estaba cercenado por la mitad. A otro le faltaba una pierna. A su lado reposaban dos reducidos a carne ennegrecida. Lo que fue un rostro era ahora un macabro pingajo negro que contrastaba con la hilera de dientes blancos.

«¡Nos está quemando vivos!», gritó el médico Mohamed Binnur de nuevo.

Muamar Gadafi sólo mintió a la comunidad internacional. A los habitantes de Bengasi les había prometido el miércoles que no tendría «clemencia». Que les perseguiría «casa por casa». Sus tanques, sus aviones y sus cohetes cumplieron esa promesa. Ayer la maquinaria bélica del dictador se abatió sobre una ciudad de 700.000 habitantes, que luchó una batalla tan desigual como admirable, cuyo precio en sangre fue brutal: decenas de muertos y cientos de heridos en ambos lados.

Tan sólo horas después de que Musa Kusa, el ministro de Exteriores del autócrata, dijera que Trípoli había decidido «poner fin a todas las operaciones militares» y decretar un alto el fuego «inmediato», las columnas de blindados y todoterrenos artillados del régimen se lanzaron a una vertiginosa carrera durante la noche que les hizo recorrer casi 100 kilómetros, la distancia que separa la zona de Al-Sultan, donde se encontraban 24 horas antes y Bengasi.

La arremetida comenzó muy pronto. Antes del amanecer, la urbe se estremeció con los primeros bombardeos. La refriega se intensificó a partir de las ocho de la mañana. A esa hora se divisaban ya varias columnas de humo negro en el oeste de la metrópoli.

La azotea del Hotel Uzu, una de las sedes de la prensa internacional, se convirtió en plataforma privilegiada para observar la refriega. Desde el cercano barrio de Hayet Tabalino se veían surgir las llamaradas de los cohetes Grad con los que las milicias locales intentaban frenar el avance de las fuerzas armadas leales a Gadafi.

Varios proyectiles pasaron silbando por encima del edificio para hacer explosión en el centro de la localidad. Un MiG-23 sobrevoló en varias ocasiones el entorno. De repente surgió de las nubes con un ala envuelta en llamas mientras se precipitaba hacia el suelo. La imagen parecía propia de un filme de acción bélica. El aeroplano se estrelló entre los gritos de júbilo de los locales. Su impacto generó una enorme bola de fuego. Los chavales no sabían que el aparato era uno de los suyos, según reconoció horas después un portavoz de los sublevados a la agencia Afp.

Incluso bajo el martilleo incesante de la artillería y con los tanques a tan sólo unas calles, los jóvenes de Bengasi mantenían el desconcertante espíritu que ha caracterizado a esta sublevación popular.

Asad Ahmed defendía una de las esquinas de Hayet Tabalino con una escopeta de cañones recortados y un solo cartucho. Su amigo Fathi Lebruqi portaba un vetusto fusil de la era colonial que decía fue utilizado por las guerrillas de Omar Mojtar contra la ocupación italiana. Ahmad Ali deambulaba con un casco militar y un mechero. «Lo usaré para encender un cóctel molotov», dijo. Hablaba en futuro. Ni siquiera disponía de eso.

«Los pararemos con piedras si es necesario, con el pecho. Le prometo que si Gadafi se refugia en el infierno iré hasta allí para matarle», afirmó Ahmed, de 23 años, sumido en el delirio. Según el chaval, sus nueve hermanos estaban combatiendo en ese instante en las calles cercanas. Su padre se había quedado en la residencia familiar armado con otra escopeta. «Para defender la casa», apuntó.

Eran las 10 de la mañana y los militares de Gadafi circulaban ya por Hayet Tabalino y el vecino barrio de Garyunes. La segunda ciudad de Libia recordaba a Sarajevo. Los estampidos se sucedían. Lo mismo que el reconocible zumbido de los órganos de Stalin.

«¿Dónde están los RPG [anti blindados]?». Los gritos del uniformado resumían su impotencia. Casi una decena de tanques y un enorme convoy de jeeps seguían su marcha imparable.

«¿Dónde está Europa? ¿Dónde está [Barack] Obama?», inquiría Asad mientras se sucedían las carreras disparatadas bajo el sonido de los disparos.

Miles de civiles se habían lanzado a las calles. En el centro antiguo se sucedían las barricadas. Simples parapetos creados con contenedores de basura. Había niños de pocos años apilando ladrillos para cortar las avenidas. Un chaval intentaba controlar el escaso tráfico rodado con un arpón. Otro se había fabricado una singular lanza con un palo al que había amarrado un cuchillo.

Junto al consulado italiano -el mismo donde las fuerzas de seguridad de Gadafi mataron a más de una decena de manifestantes en el año 2006-, Fauzi Mohamed, un profesor universitario, volvía a despotricar contra la inacción de Europa y EEUU. «No nos están haciendo un favor, sino que tiene que pagar los errores de todos estos años. Este Gadafi es el mismo que consideraban su amigo, con el que hicieron negocios. Sabían que era un criminal loco pero primó el interés material. El petróleo vale más que la sangre de los libios», señaló.

Pero en la lucha urbana la supremacía bélica puede verse frenada por el espíritu desquiciado de unos jóvenes que, como Firas Abdulá, proclamaban su «deseo de morir». Los serbios lo aprendieron en la capital bosnia. La misma regla se aplicó durante la jornada en Bengasi.

Los militares del régimen se replegaron poco después del mediodía. De forma tan súbita como habían llegado hasta la ciudad. Dejaron tras de sí un reguero de muerte y destrucción.

La llamada calle Trípoli, que circula hasta la Universidad de Garyunes y el acceso oeste a la urbe, aparecía trufado de edificios marcados por la metralla o parcialmente derruidos. Dos árboles cercenados y varias farolas tiradas sobre el asfalto obstaculizaban la ruta. También un reguero interminable de vehículos cribados de balazos. Algunos ardían.

El hospital de Hayet Tabalino tenía un impacto de RPG en su entrada. «Una bala ha entrado en la habitación de un paciente. Han ametrallado la sala de operaciones. Hemos tenido que meter a los enfermos en el sótano. Decía que iba a respetar el alto el fuego. ¿Qué hace la comunidad internacional? ¿Están durmiendo?», increpó el doctor Islam Ammar.

Los sublevados celebraban lo que consideran una victoria sobre los cuatro tanques que habían capturado. Disparaban sus fusiles al aire y gritaban «¡Ala Uakbar! [Dios es grande]». Uno de los blindados permanecía encaramado en el camión que lo trasladaba. No tuvieron ni tiempo para utilizarlo.

Las pérdidas del ejército oficialista fueron sustanciales. «¡Vengan, venga, miren cómo han acabado los soldados de Gadafi!». La locura de un personaje como Gadafi ha abocado a este país al horror. Dentro del habitáculo había 13 cuerpos apilados. Nadie sabía cómo habían muerto. Uno tenía un tiro en la coronilla. A su lado se encontraba otro chaval con el cráneo reventado. El proyectil le había vaciado literalmente la masa cerebral, que reposaba a su costado. El resto estaban alineados en las habitaciones colindantes. Un muchacho que exhibía dos granadas de mano rompió a llorar. Se hincó de rodillas en el suelo y clamó al cielo. «¡Gadafi, hijo de puta!», gritó.

Todavía a media tarde se peleaba en esa zona. Las fuerzas de Trípoli replicaban con andanadas de cohetes. Las explosiones levantaban grandes fumarolas entre los habitáculos. Los insurgentes respondían disparando como posesos sus ametralladoras.

El primer asalto contra Bengasi había concluido. Los shabab (muchachos) mantenían el control de la villa. Todos coincidían, sin embargo, en que cualquier intervención internacional llega ya muy tarde. «Si querían justificar su acción con sangre y muertos, ya los tienen. ¡Enséñele estas fotos [los cuerpos calcinados] a Zapatero y Sarkozy! Dígale que aunque ahora ataquen a Gadafi, ya es muy tarde. Nunca olvidaremos esto», sentenció el doctor Mohamed Binnur.

En uno de los muros cercanos al hospital se descubría una pintada en inglés que rezaba: «Gadafi, tú eres el árbol. Nosotros el hacha. Y te vamos a cortar por la mitad».

1 comentario:

  1. Tan pronto nos dice que hay que sacarnos de un país en guerra, como que nos mete en ella en un plis plas. Este ya no sabe que hacer, para contentar...

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